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La política y las cosas de comer

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

LA ACTUALIDAD viene preñada de asuntos preocupantes, pero esto quizás siempre ha sido así. Puede que vivamos un tiempo proclive a todo tipo de alarmismos y urgencias, con toda esa información (o desinformación, claro) que resulta difícil de procesar. Separar el grano de la paja, esa compleja tarea que en el campo dominábamos a la perfección. En la vida de hoy, no tanto.

No sólo nos preocupamos más porque tenemos más acceso a las cosas terribles del mundo, sino porque muchas de ellas han pasado de ser locales a ser globales, o, dicho de otro modo, todo lo vemos como si estuviera sucediendo al lado (las pantallas, omnipresentes, ayudan mucho). Ahora sabemos que todo lo que ocurre, donde sea, terminará afectándonos, y, si eso ya fue verdad en otras épocas, de pronto tenemos la sensación de que esos efectos son casi inmediatos, instantáneos, porque todo viaja a gran velocidad, todo se contagia, todo nos influye, poseídos, como estamos, por el gran vértigo contemporáneo. Nos aterra ese vértigo, pero al tiempo nos atrae fatalmente.

Hay buenas razones para echar de menos la lentitud, tan sabia, en algunas cosas de la vida. Pero nos han enseñado a pasar pantallas, por utilizar el muy revelador término de los videojuegos, como si en eso consistiera exactamente el progreso. Lo que no evita que el mal se pueda enquistar y convertirse en algo casi sólido ante nuestros ojos, en una masa que se mueve como un viejo animal prehistórico: la guerra en Ucrania tiene justo ese aspecto un año después.

Frente al vértigo de nuestros días, hay asuntos que pueden congelarse, y a menudo son asuntos indeseables. Frente al avance, siempre hay un soplo gélido en nuestra nuca, como el que al parecer trae la nueva Guerra Fría, casi oficialmente confirmada. Las pulsiones vertiginosas se encuentran en su camino con burbujas de tiempo detenido, que persisten con crudeza, que pueden retrotraernos a tiempos peores, si simplemente las rozamos. El mal, la guerra, la crueldad… son cosas muy capaces de resistir y de resucitar.

Lo curioso es que, frente al anacronismo de la guerra (nos gusta creer, al menos, que es un anacronismo: un residuo que lograremos eliminar), el mundo asiste a una reconfiguración que va a todo trapo. La gran aceleración consiste en crear un nuevo orden que ha llevado a Biden y a Blinken a jugárselo todo en nuevos escenarios (Asia, Pacífico, India), adelantándose en cierto modo al mapa global que aparecerá tras la acumulación de las tensiones con Rusia, pero, sobre todo, tras la imparable emergencia de China, igualmente influyente ya en otros muchos lugares del globo, especialmente en África. Es decir, frente a ese paisaje de destrucción y parálisis que nos deja la guerra a las puertas de Europa, florece una activísima corriente política, económica y diplomática, militar también, que busca ajustarse a lo que serán los parámetros del nuevo tiempo. Las potencias interpretan sus melodías de seducción en medio del ruido atroz del presente. Van más allá de lo que podemos ver. Hay un mundo previsto del que aún sabemos poco.

Pero existen cosas aún más inmediatas que el orden mundial que también desconocemos. Las aspiraciones humanas de poder y dominación son tan viejas como el mundo, pero igualmente la necesidad de comer. Bajo el mundo agitado y el fantasma de la guerra circula otra corriente que empieza a hacerse más evidente en la superficie: la de la pobreza de los trabajadores (no digamos ya la de aquellos que no tienen trabajo), la de la dificultad para comprar comida a precios razonables, la del encarecimiento bestial de la producción y, sobre todo, la de la falta de agua (las sequías son pertinaces).

Entre los grandes enigmas de última hora, está el del alza de muchos productos en los supermercados, mientras bajan en el campo. ¿Por qué? Los gobiernos tendrán que priorizar la vida de sus ciudadanos, cada vez más incómoda y más cara. Los golosos ejercicios de alta política van a chocar con las realidades inmediatas, con la pobreza súbita, con las cosas de comer.