{ BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE }

El odio a las ciudades

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

EN LOS AÑOS de la pandemia comenzó el odio a las ciudades. Con el confinamiento, le gente interpretó que el cristal y el acero eran un trasunto de una nueva forma de prisión, el camino más corto al control del género humano, ello a pesar de que había un virus en el aire. Las epidemias han acabado con imperios (el Romano, podríamos decir), y han generado espíritus mágicos como el del Renacimiento, que sólo abarcó a los favorecidos, pero que derrochó arte sobre las hogueras y la muerte negra.

Ahora, a la espera de un nuevo Renacimiento, que parece muy lejano, las ciudades languidecen, boquean como peces sin aire, salvo, quizás, las megalópolis del Golfo, donde se quema neumático y petróleo, donde se recrea el espíritu de los grandes decorados bajo la luna. Las viejas ciudades son cetáceos varados, algunos centros comerciales respiran por sus neones, intentan sobrevivir al final de los excesos: la gente deambula en busca de gangas, todo eso que flota sobre los palacios de los ricos. Las ciudades ofrecen su escenario, las bellas arquitecturas, aún presumen de rascacielos que, en occidente, fueron la gloria de otra época. Muchos son oficinas a las que nadie va. Locales forrados de pladur, donde se escucha el silencio. Hay un exceso de la nada. Abundan los que se agarran al teletrabajo, descubierto también en la pandemia. Quieren seguir trabajando en pantuflas, en pijamas Disney. Quieren seguir en el calor doméstico, y uno lo comprende.

El odio a las ciudades es más bien una cosa occidental. No se parece a la época romántica, cuando la Revolución Industrial lo llenó todo de humo y los niños se atascaban en los tejados limpiando chimeneas. Dickens, que amasó hermosas estancias en Londres, criticó el abuso de los débiles. Los románticos se lanzaron a la naturaleza y la quisieron violenta y voluble, jardines sin orden versallesco, naturaleza a la altura de un caos liberador. Adoraron Roma, como John Keats, pero preferían los lugares donde la belleza se abría camino sin domesticar, como en el Medievo.

Pienso eso releyendo a Cal Flyn, Islas del abandono, ese libro emblemático publicado hace ya algún tiempo por Capitán Swing, del que hablo a veces. Cuenta cómo la naturaleza se ha impuesto en los paisajes posthumanos: en Chernóbil, por ejemplo, con lo salvaje trepando sobre construcciones y carruseles muertos, con la guerra alrededor. La naturaleza abriéndose camino en zonas desmilitarizadas, como en la península de Corea, donde sobreviven especies que no existen otro lugar del mundo. Los lugares desolados se reinventan, dice Flyn, olvidan al hombre que un día reinó allí. Durante la pandemia, los pájaros y los árboles reconquistaron las ciudades. Se vieron corzos, jabalíes, ciervos e incluso osos.

La pasión por el campo tal vez se ha refrenado, porque en la ciudad sigue habiendo más empleos y más servicios. Pero vean el downtown desolado de tantas grandes urbes de los Estados Unidos, como contaba ayer Iker Seisdedos. También eso se está traspasando aquí, a nuestro entorno: calles en las que los comercios se cierran, por jubilaciones, por falta de clientes, por la crisis. Por el cambio de modelo. Una nueva desolación nos invade.

Un posthumanismo al que nos llevan los alquileres inalcanzables. La tienda del barrio parece estar en peligro de extinción. Las franquicias también se enfrentan a dificultades. La ciudad muestra ese cuerpo descarnado en el centro carísimo, donde nadie puede vivir ni tampoco alquilar. Quieren convertir bajos en viviendas, como una manera de arreglar el roto del paisaje, como una forma de salvar la discontinuidad escénica. En los USA, en Washington, existe una Asociación Internacional de Centros de Ciudades. Las urbes que un día triunfaron y construyeron la modernidad corren ahora el peligro de la soledad, la invasión de los náufragos. Paisajes cerrados a cal y canto, que tal vez empezaron en Detroit. Crecen los centros comerciales en las afueras y el centro, derrotado, se apaga y se cierra. Y aquí no parece que vaya a ser diferente.