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El rey emérito/demérito en Sanxenxo

Luis Pérez Fernández

Luis Pérez Fernández

SUPONGO QUE HAY MUCHA GENTE CON SENTIMIENTOS ENCONTRADOS en torno al rey Juan Carlos I. Encontrados o duplicados, porque al valorar el conjunto de su vida pública y privada, si es que los reyes pueden gozar de privacidad, es fácil distinguir las etapas brillantes de las oscuras. Se le otorga tratamiento de rey emérito, entiendo que en el viejo sentido que el término tenía en la Antigua Roma. Así designaban a aquellos soldados que habían cumplido satisfactoriamente sus servicios recompensándoles por los méritos contraídos.

Juan Carlos I fue pieza fundamental, seguramente la principal, en la transición de la dictadura a la democracia española, con especial relevancia y acierto en el momento clave al nombrar a Suárez para pilotarla y cinco años después al desbaratar el intento de golpe de estado del 23-F. La Constitución democrática y la integración en la Unión Europa son otros de los hitos en la historia de España que se produjeron durante su permanencia en la Jefatura del Estado. El tratamiento de emérito estaría más que justificado, pero tal consideración se hace difícil de entender en este momento después de sus andanzas, o conductas nada ejemplares si se prefiere, de los últimos años. Aquellos innegables méritos de antaño dieron paso a los deméritos actuales. Un binomio que genera polémica, mucha, pero poco más.

Por causa del emérito/demérito ni peligran las pensiones, ni se alteran los precios de los alimentos, ni se reducen los intereses de las hipotecas, ni se resuelve el problema de la vivienda. Ni nada. Palabrería. En todo caso, dicen en Sanxenxo, sus visitas benefician a la economía de la zona por su favorable impacto. O sea, que cuanto mayor sea la polémica más euros lloverán sobre el municipio y su entorno. Ya se sabe, que hablen de uno.

Algunos apelan a la ética y otros le piden explicaciones. A los primeros, defensores de la moral, se les puede reprochar una cierta hipocresía o poseer un concepto de la ética subjetivo en exceso. Es ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Mientras condenan al emérito no tienen reparo en colaborar, por ejemplo, con los herederos políticos del terrorismo etarra, que nunca condenaron. Desde el Gobierno le reclaman explicaciones. Es por decir algo, porque los de Sánchez no hacen nada para que las dé. Además, tampoco es necesario. Todo el mundo sabe o imagina lo que hizo y al no recibir su conducta reproche legal, el relato por el relato no aporta nada provechoso. Es alimento para la telebasura.

Lo más anormal del asunto es su autoexilio. Lo natural sería que quien ostentó durante tanto tiempo la jefatura del Estado residiera en su país, aunque fuera ejerciendo el título de emérito en algún Yuste del siglo XXI. La Casa Real y el Gobierno consideraron, en momentos más complicados, que Emiratos Árabes era la salida menos engorrosa. Hoy, para evitar que cada viaje a España se convierta en un show, debieran procurar su vuelta.

Por mucho que duela, este ciudadano tiene libertad de movimientos. Es un derecho sagrado en nuestro país y en todos los de nuestro entorno, del que nos sentimos orgullosos. Solo los tribunales de justicia lo pueden evitar. Por eso, quienes tratan de impedir que Juan Carlos I lo ejerza ya saben a donde acudir. Háganlo ahora o, de lo contrario, callen para siempre.