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Perder la tierra y el agua

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

LAS CELEBRACIONES y los ‘días de’ no deberían hacernos perder la perspectiva. El calendario está poblado de días señalados, algunos un poco inexplicables, y en lo que se refiere al Día de la Tierra hay muy poco que celebrar. Somos las palabras que decimos, leemos y escribimos, aunque no sabemos si tendremos agua para beber mientras contamos nuestra historia.

Pensaba en las futuras guerras del agua, que empequeñecerán las que vemos hoy, tan atroces. La lucha por el poder puede ser terrible, por supuesto puede ser también muy injusta, y hacer daño a los débiles. Pero eso no será nada comparable con el momento en el que la gran batalla del agua alance el umbral del progreso, donde todo lleva décadas llegando a casa con pulcritud, donde la fascinación de los manantiales que dieron origen a nuestro mundo se ha perdido y todo parece embotellado e higiénico, cosa del supermercado.

Yo recuerdo aquellos manantiales de la niñez cuando me agachaba con mi padre a beber agua del suelo entre los árboles. Era la bendición de la tierra, el contacto directo con el origen. Nos creíamos poderosos, en nuestra humildad rural, porque aún no se atisbaba el desastre. Pero hoy los pozos se secan, el desierto avanza inexorable, el fondo de los pantanos es un escaparate cuarteado de la derrota en marcha: el pálpito de la destrucción se siente a cada paso. No sirven ya las palabras ni los discursos. Negarse a reconocer esta realidad es sencillamente estúpido. Que el siglo XXI, en el que la ciencia debería ser la medida de todas las cosas, se vea sacudido por negacionistas y demagogos parece una burla macabra del destino. Los tiempos de la política, conviene recordarlo, no son los tiempos de la Tierra.

Las exigencias del cortoplacismo, que las campañas electorales suelen azuzar, nos llevan a batallas dialécticas de muy escasa utilidad. Creen que es necesario verbalizar la confrontación, y más en este tiempo en el que la polarización parece tan del gusto de la política. Palabras que alimenten las ávidas pantallas, la carne picada de los argumentarios, el alpiste de las demagogias. Pero la vida real es otra. Cada vez perdemos más el tiempo en debates baldíos. Perdemos la perspectiva, nos afanamos en asuntos inmediatos, creemos que la naturaleza lo resiste todo, y en cierto modo es cierto: lo que hará es expulsarnos a nosotros. Prescindir de todos nosotros.

La pérdida del humanismo en la época contemporánea está llevando al aumento de las políticas agresivas y feroces, que priorizan el poder y la confrontación. La discusión actual tiene que ver con las áreas de influencia y el equilibrio mundial, y todo ello está derivando en una militarización sin límites y en un aumento de la tensión en todo el planeta, lo que hace que se posterguen los asuntos referidos al cambio climático y sus consecuencias. Crece la contaminación, la deforestación, y hay políticas en países clave para el medio ambiente en el que se ha desatado una carrera por la explotación de recursos que nos aboca necesariamente a la catástrofe.

La demagogia, la manipulación a través de los bulos para forzar las decisiones de la gente, la simplificación maniquea de las ideas, se extiende por prácticamente todo el planeta. Es un mal generalizado, al que han contribuido las redes sociales, pero no sólo. Perder la perspectiva del campo, desde la vida urbana, es otro de los males de nuestro tiempo. Un paseo por los humedales resecos, donde ya no hay vida, o por los pantanos convertidos en simbólicos charcos, haría muy bien para aumentar la conciencia social. Ver, y no sólo a través de la pantalla.

El filtro de los discursos acomodaticios, la distracción a la que nos llevan las patéticas luchas de poder, que se retroalimentan, o que devoran los cadáveres políticos humeantes, está dejando de lado lo que verdaderamente importa. En breve sabremos que todas las discusiones bizantinas a las que somos tan aficionados no servirán de nada si perdemos el medio de vida. Si perdemos la tierra y el agua. Y eso está pasando. Ahora. No basta con esperar la lluvia.