{ al sur }
Sopa de letras
Todo empezó con un humilde mueble con estanterías y una tapa con llave que, al abrirse, se convertía en mesa. Antes de cumplir 12 años dejé de utilizarlo: las estanterías se llenaron de libros, las bisagras se vencieron de tanto apoyar los brazos y, por último, me cayó la plancha en la cabeza, olvidada por alguien en el estante superior.
Coloqué después en la habitación unas estanterías de Portugal, que pronto pasaron a la historia porque comencé a cogerle gusto a la lectura. Vino después un carpintero a casa y me hizo un mueble a medida que se llenó de libros antes de acabar el bachillerato.
Con 17 años me mudé al bajo cubierta, con una soberbia mesa de trabajo y mucho sitio para libros. Los años de universitario en Santiago de Compostela supusieron un trajín de libros a comienzo y a final de curso. Al casarme reservé una habitación para ellos, mientras en el armario empotrado escondía los archivadores llenos de papeles y fotocopias.
Desde París, Roma o Berlín envié por correo todos los libros que iba adquiriendo. De Nueva York me traje cuantos que pude camuflar en maletas y mochilas. Solo en Japón tuve que dejar atrás un hermoso diccionario, de principios del siglo pasado, porque no había forma humana de acomodarlo en el equipaje.
Debí parar en ese momento esta locura y donar un libro usado por cada uno nuevo que entraba en casa, pero me traicionó el corazón y no lo hice. En la casa nueva decidí dedicar una parte del sótano a la biblioteca. Allí trabajé feliz durante una década, hasta que los libros me echaron. Luego los hijos marcharon de casa y me fui mudando, a medida que las habitaciones se iban llenando, de una a otra.
Ahora estoy a punto de instalarme en el ático con mis inseparables compañeros de viaje. Ya no sueño con verlos a todos reunidos sino a disponer de las obras que voy necesitando. Solo la Biblioteca de Babel de Borges es infinita y yo no aspiro a tanto.
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