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Riña de gatos

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

LA RIÑA de Madrid, en el primor festivo de mayo, en la remembranza del fragor antinapoleónico, nos trajo otro capítulo formidable de la narrativa política, que a menudo se come la realidad a bocados. Hay un exceso de gente importante buscando por ahí un primer plano, un flipe de frases, argumentarios y cosas, pero quizás es más bien ‘fast food’ para la peña, alpiste pa’ los pollos, que decía el otro.

La riña de Madrid estaba servida en el morbo de las televisiones, en las distancias cortas. Los periodistas no perdieron ripio de la trifulca, enseñaron los desencuentros y también leyeron el lenguaje de los abrazos y midieron el calor de los saludos. Un abrazómetro cuanto antes, Ferreras, tío. Incluso hubo quien vio una versión palaciega del juego de las sillas, cosa muy de las matinés en las fiestas patronales. La silla, siempre la silla. Y el sillón.

Más allá de las razones de unos y de otros, esgrimidas ante micrófonos o comentadas por terceros (las tertulias echaban humo, evidentemente), más allá de las matemáticas de los protocolos y los reglamentos jerárquicamente delineados, más allá del poder y sus asuntos, lo peor de todo fue el ambiente, la atmósfera, la deriva, la tarde que se nos fue quedando. El sindiós. Volaron esos cuchillos dialécticos, en este caso en la brevedad de la plaza dura y querida. Se cortaba la tensión en lascas finas, como se corta un Cinco Jotas.

Ya lo decía Goya. La política se empecina en la lucha en el barro y eso siempre es más grave en la distancia vecinal, en el baldosín del patio, donde cada uno quiere tener mando en plaza para tender la colada. Las guerras más feroces acaban siempre en las comunidades de vecinos, o si no vean la serie argentina ‘El encargado’, una joya, con esa batalla por los rellanos, ese sobrevolar de las terrazas en disputa por culpa de una pileta azul, esa música underground de los garajes. Lo doméstico es finalmente lo tangible, lo decisivo, la única política es la política local, como se ha dicho siempre. Lo parroquial es lo que nos mueve, el predio, el prado, los marcos, las lindes, más que las cosas grandes del mundo. Nos mueve la sangre de la tribu. Y hemos asistido a una escena muy parroquial, como si se tratara de una boda mal avenida, de esas que salen en un culebrón de sobremesa.

Lo internacional, en comparación, es apenas una danza, un ballet de frases armadas por los diplomáticos, esa firma tan teatral de los tratados, por eso a los políticos les gusta salir al extranjero, lejos del polvoriento corral donde los egos chocan sin muchos miramientos. Lo doméstico es siempre más feroz, cabalga siempre en el filo de la navaja, lo vecinal es el visillo que lentamente se descorre. Lo vecinal, si los gallos se acumulan en el mismo corral, como parece, desemboca en el aire de un duelo al amanecer. Ver esta cruda escena matritense impresiona. Por ese toque de bronca de barrio. Los periodistas no se explican que Madrid irradie esta riña de gatos cuando se supone que estamos construyendo una Modernidad. O será que tal vez no.

Kilómetro cero. Dos de mayo. Pongamos que hablo de Madrid. Hace tiempo que la política se ha hecho autorreferencial, mastica sus sintagmas, se alimenta de la propaganda de hierro. No hay ya mayor prestigio que llevar la contraria, ni mayor orgasmo que la confrontación sin continencia, porque aquí todo es ya o bueno o malo, no hay medias tintas, eso es para mediocres, para blandos, aquí sin matices, o sea, no me jodáis con los detalles.

La política debe dejar de hablar de sí misma. No es el objeto del debate, no es el asunto, sólo el instrumento. No hay que mear en todas las farolas del jardín para marcar el territorio. Las campañas electorales lo inflaman todo, el lenguaje a estas alturas es yesca, siempre hay alguien con una cerilla para convertir los discursos contrarios en ceniza. Y eso es porque prestamos demasiada atención al ruido y a la furia. Y habrá quien lo considere incluso un espectáculo digno de las mejores sobremesas. Triste, pero espectáculo.