{ al sur }

Amigo Félix

Marcelino Agís Villaverde

Marcelino Agís Villaverde

HACE UNOS DÍAS he visto planear a un aguilucho y posarse en un tejado próximo. Llevaba en sus garras una presa de buen tamaño con el plumaje blanco de un polluelo arrebatado del nido. Al punto llegaron un par de urracas y comenzaron a importunarlo con vuelos rasantes que el aguilucho contemplaba con desdén.

Sentí lástima de aquellas jóvenes urracas a las que, probablemente, le habían arrebatado a un polluelo de su nido. Hace unos años tuve la oportunidad de ver la escena contraria mientras paseaba a los perros por un parque cercano a mi casa. Una urraca pertinaz había descubierto un nido de mirlos en los fondos de una cabaña de madera elevada menos de medio metro del suelo. Dos mirlos desesperados importunaban con su vuelo a la urraca, que solo desistió de su objetivo cuando solté a los perros. Claro que yo seguí mi camino y estoy seguro de que la urraca lograría su objetivo, una vez mis perros y yo nos marchamos.

Recuerdo que, de niño, era un amante incondicional de El hombre y la tierra. Con solo oír los primeros compases de la serie ya estaba sentado delante del televisor para escuchar los emocionantes relatos de Félix Rodríguez de la Fuente sobre la vida animal. Él trató de enseñarnos, con la mejor pedagogía, que en la naturaleza sobrevive el más fuerte y que el bicho grande se come al chico. Sin embargo, jamás comprendí, y mucho menos acepté, que la naturaleza tuviese que ser tan cruel.

Supongo que prefería imaginar un mundo en el que el león convivía con la gacela o el lobo con el cordero, tal como imaginaba de niño el paraíso terrenal antes de que el hombre probase del fruto prohibido que, vaya por Dios, resultó pertenecer al árbol de la ciencia del bien y del mal, del que ahora me alimento yo.

A menudo, el mundo no es como nos gustaría, pero un elemental principio de realidad nos invita a aceptarlo tal cual es, aunque sea una putada.