Suplemento abril
Tendencias de la posteridad
Una colección de clásicos es un manual continuado del arte de escribir que muestra cuán modernos eran los antiguos y cuán antiguos son los modernos
Normalmente se dice que es un clásico aquella obra que consigue sobrevivir al juicio de la posterioridad. Pero la posterioridad no es una medida de sabiduría inefable: si hubiera sido por Voltaire, a quien El rey Lear le parecía "la obra de un salvaje borracho", a Shakespeare nunca lo habría tolerado "ni el más zafio populacho de Francia o Italia"; si hubiera sido por Mark Twain, a Jane Austen habría habido que "desenterrarla y darle en la calavera con su propia tibia".
La posterioridad tiende a equivocarse tanto como la contemporaneidad, solo que su trayectoria es más larga y más susceptible de enmienda. De hecho, quizá sea más interesante cuando redescubre y rescata que cuando mantiene y consolida.
Cada época imprime su sello al revisar épocas anteriores: descarta tanto como elige. En nuestros días, los estudios culturales, la crítica colonial, la perspectiva de género y de clase pueden haber cometido algunos desmanes, pero no menos que otro tipo de aportaciones -religiosas, moralistas, patrióticas, esteticistas- en otros tiempos, que para nada han desaparecido.
El desmán es una constante en la recepción literaria. Pero no hay nada ilícito ni empobrecedor en fijarse en lo que antes nadie se había fijado o se había creído irrelevante. Reparar, a la luz de nuevos planteamientos, en autores, sobre todo autoras, que en su día no habían pasado del segundo orden es una loable prerrogativa de la posterioridad.
Reparar en autoras que en su día no habían pasado del segundo orden es una loable prerrogativa de la posterioridad
Revelar en los héroes y heroínas de las novelas, en sus tramas y técnicas narrativas, rasgos hasta el momento insospechados, o dados ingenua o interesadamente por neutros, propicia lecturas vivificantes y acerca su mundo a nuestro mundo.
Educación literaria
Desde el punto de vista editorial, no cabe olvidar el viejo principio de que la lectura de los clásicos debería ser obligatoria en toda educación literaria. Ese tipo de prescripción puede resultar algo pretenciosa y autoritaria porque presupone que alguien sabe lo que el público debe leer.
Al final es este quien decide si las propuestas editoriales llegan demasiado pronto, adelantándose a la sensibilidad de los tiempos, o demasiado tarde, cuando ya son producto de un fenómeno que, después de convertirse en moda, se ha quedado desfasado.
En el caso de los clásicos, algunos modernos que creen que la literatura ha nacido con ellos pueden despreciarlos, pero normalmente hasta ellos acaban cobrando conciencia de que muchas de las cosas que creen haber inventado ya se habían inventado antes.
Esto no tiene por qué ser un trauma: una colección de clásicos es un manual continuado del arte de escribir -y del arte de leer- que muestra cuán modernos eran los antiguos y cuán antiguos son los modernos, y este hallazgo no es un impedimento frustrante sino un estímulo esclarecedor.
Y así es como se establece un diálogo -no una prescripción- que, si los interlocutores no se ponen recalcitrantes, es siempre civilizado.
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