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Ulpiano

Ulpiano Villanueva, en 2015 cuando era director de la Axencia Tributaria en Galicia

Ulpiano Villanueva, en 2015 cuando era director de la Axencia Tributaria en Galicia / XOÁN ÁLVAREZ

Santiago Lago Peñas

Santiago Lago Peñas

CONOCÍ a Ulpiano Villanueva hace casi cuarenta años, jugando al baloncesto. Éramos todavía adolescentes. Congeniamos y cultivamos la relación por razones que fueron solapándose en el tiempo. Y desde principios de siglo coincidimos profesionalmente de forma recurrente, yo en la universidad y él en la Consellería de Facenda, en la Agencia tributaria de Galicia, en el Consello de Contas.

No éramos amigos íntimos según los cánones. Teníamos una de esas relaciones de confianza que solo se pueden forjar cuando nacen muy pronto, se mantienen durante décadas y cristalizan resolviendo conjuntamente líos y problemas desde la serenidad, la inteligencia y, a veces, también el humor. A Ulpiano le sobraba de las tres cosas. El resultado de todo lo anterior era una enfurtida capa de experiencias y sentimientos que se había convertido en una preciada posesión. Podíamos estar meses sin hablar y, de repente, mandarnos un mensaje como si nos hubiésemos visto ayer, pidiendo un favor en un sentido u otro, o riéndonos de la última foto, intervención pública o declaración de ambos.

Era una persona extraordinaria. Fuera de lo común por su sociabilidad y su don de gentes. No he conocido a nadie igual. Su agenda de amigos y conocidos era inagotable. Y estaba al tanto de la vida, obra y milagros de todos; una enciclopedia que de forma inesperada y dramática se ha cerrado. Un infortunio que hoy cientos de personas maldecimos y percibimos como profundamente injusto e inmerecido. Nos han robado a Ulpiano. Ya no seremos iguales.