BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE

Entre la censura y el ridículo

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

SE VA EXTENDIENDO por el mundo la sombra del miedo, y esa es la peor de las amenazas. Miedo a los otros, al otro, del que nada sabemos o no queremos saber, y, sobre todo, miedo a nosotros mismos. El miedo es arma poderosa, como el peso de la culpa que las religiones han utilizado a menudo. El ciudadano carga con el peso propio y ajeno, si es necesario, ha de humillarse y sentir temor omnímodo, y así podrá ser dominado y controlado.

Algunos países han aprendido esa doctrina. El miedo guarda la viña, ya se sabe. Y en este mundo globalizado, vigilado por las redes donde se mueven espadas flamígeras y ángeles exterminadores de la palabra, conviene saber que un ciudadano atemorizado vale por dos. No molestará, ni abandonará su silencio, y sobre todo se doblegará a las normas (aunque sean injustas). Unas exigen no excederse con el pensamiento crítico, ni con las ideas propias, juzgadas como dañinas. Una policía orwelliana se encarga de acallar las dudas, y, así, la cultura y la educación, recibidas durante años, quedan reducidas en algunos lugares a la nada. Simplemente dinamitadas.

La libertad está siendo asaltada, a veces sutilmente. Otras veces, con contundencia obscena, con autoritarismo vulgar. Te preguntas por qué hay gente que vota opciones que, a la larga, dañarán su libertad. Y descubres que es el miedo. La siembra de la propaganda va haciendo su efecto, y es un efecto global. La progresiva destrucción de los bienes que siempre reconocimos: la educación, la cultura, el arte, la intelectualidad. Es un derribo consciente de aquellos que no quieren jugársela con la inteligencia, sino con la ignorancia. Mucho más confortable para sus deseos de dominio y poder. Todos tontos, más maleables. Alguien lo ha decidido: en mala hora se permitió a la gente aprender, asaltar el Olimpo, siendo algo reservado a los dioses. En mala hora Prometeo robó el fuego y se entregó a los de abajo. Quieren recuperar ese fuego y lo hacen con lenguas flamígeras. En eso están.

No sólo asistimos a una deriva del mundo en la que crecen las amenazas, en muchas ocasiones desde algunos liderazgos: se habla de las guerras futuras que nos acechan, se agita a todas horas el poder nuclear, se escucha que la civilización tal y como la conocemos puede desaparecer. Torcer la voluntad por la fuerza parece algo prehistórico, pero es algo habitual en la humanidad. No nos engañemos. Tenemos bien cerca el precedente del siglo XX, conviene no olvidarlo. Están en marcha guerras que parecen asedios medievales, pero con armas mucho más poderosas y letales. Se muere como siempre, se muere como nunca. Y hay un notable silencio en torno a la muerte violenta. En medio del futuro, el pasado florece con increíble perversidad. El ser humano es muy capaz de destruir todo lo que ha creado.

Que en plena modernidad el miedo esté atando a la humanidad resulta muy preocupante. No sólo se proclama el autoritarismo, el elogio de la ignorancia, a todos los vientos, sino que se polariza la sociedad en busca de los beneficios del poder. La propaganda engaña a los desafectos, trata de aniquilar el garantismo de las democracias. Quiere que pensemos mal de la libertad.

Y lo peor es que atacan por todos los flancos. Tan pronto se prohíbe una exposición fotográfica por inmoral (como si la moral tuviera algo que ver con el arte y sus manifestaciones), o se descuelgan cuadros de un museo por impúdicos (pobres clásicos), como se censura vergonzosamente ‘Mary Poppins’, nada menos, porque en dos ocasiones aparece la palabra ‘hotentote’ (¿acaso por eso no vamos a estar en contra de la explotación colonial?). Hace nada se hizo lo mismo con Roald Dahl. Y así cada día. En algunos lugares, particularmente en Estados Unidos, se están modificando novelas y cuentos, o prohibiéndolas directamente. ¿Se puede tener mayor descaro? Es desesperante. Porque viene a significar el triunfo no sólo de la censura (¡otra vez!), sino de la estupidez. Dentro de muchos años es posible que muchos se pregunten cómo fuimos capaces de hacer tanto el ridículo.