Opinión | POLÍTICAS DE BABEL
Ecuador y la crisis diplomática
LA IRRUPCIÓN de la Policía Nacional ecuatoriana en la Embajada de México en Quito para detener al exvicepresidente Jorge Glas ha generado un acalorado debate. La Organización de los Estados Americanos (OEA) ya ha condenado la acción, así como una detención que muchos otros organismos cuestionan por el modo y la forma en la que se llevó a cabo. La resolución del Consejo Permanente de la OEA abrió la puerta a nuevas condenas por parte de otras instituciones supranacionales, como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que se apresuró a convocar una reunión de presidentes para responder a la operación impulsada por el presidente de Ecuador Daniel Noboa.
Debemos recordar que, dentro de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, complementada en 1963 con la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, existe un “Protocolo facultativo sobre la jurisdicción obligatoria para la solución de controversias”, que dispone en su artículo I que “las controversias originadas por la interpretación o aplicación de la Convención se someterán a la Corte Internacional de Justicia”. Asimismo, en su artículo II señala que las partes también podrán “convenir en recurrir a un tribunal de arbitraje”; y en el artículo III dicta que incluso podrán “adoptar un procedimiento de conciliación” antes de recurrir a la Corte Internacional. Pues bien, este jueves el Gobierno de México tomó la primera de las vías, e interpuso una demanda contra Ecuador ante el Tribunal de Justicia de La Haya. Esto, junto a la petición de suspensión temporal de Ecuador como miembro de la ONU, dificultará el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países, salvo que Daniel Noboa se disculpe, y Andrés Manuel López Obrador decida frenar el proceso y acogerse al artículo III.
Jorge Glas fue vicepresidente de Ecuador bajo los mandatos de Rafael Correa y Lenín Moreno. Tras casi cinco años preso por corrupción, decidió pedir asilo político en la embajada mexicana, pues la justicia le seguía los pasos tras dos condenas por asociación ilícita para delinquir y por cohecho. Aquí está el quid de la cuestión. El artículo III de la Convención de Caracas sobre Asilo Diplomático de 1954 dicta que “no es lícito conceder asilo a personas que al tiempo de solicitarlo se encuentren inculpadas o procesadas en forma ante tribunales ordinarios competentes y por delitos comunes, o estén condenadas por tales delitos (…), sin haber cumplido las penas respectivas (…), salvo que los hechos que motivan la solicitud de asilo (…) revistan claramente carácter político”.
No obstante, más adelante, el artículo IV señala que “corresponde al Estado asilante la calificación de la naturaleza del delito o de los motivos de la persecución”. Pues bien, Ecuador apela al artículo III, mientras que México hace lo propio con el artículo IV. Además, la Administración ecuatoriana también cita los artículos 1, 2 y 3 del Convenio de Montevideo sobre Extradición de 1933, que obliga a los Estados a “entregar (…) a cualquiera de los otros Estados que los requiera, a los individuos que se hallen en su territorio y estén acusados o hayan sido sentenciados”. Eso sí, siempre de acuerdo a lo estipulado en el artículo 2, e incluso en el 3, al que se acoge México, y que exime de la concesión de la extradición al Estado requerido “cuando se trate de delito político o de los que le son conexos”. En definitiva, estamos ante una disquisición legal y jurídica que va más allá del estatus reconocido de las Embajadas y del propio artículo 41 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas.
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