Opinión | Políticas de Babel

La inmigración marca la política

COMO HEMOS VISTO durante la campaña electoral al Parlamento Europeo, la inmigración constituye uno de los temas que más debate ha generado entre los grupos políticos y a nivel ciudadano. Hablamos de una cuestión de carácter humanitario, pero también social, económica, laboral y hasta cultural. Así lo han querido mostrar los líderes de unas formaciones en discordia incapaces de afrontar una realidad que nos afecta a todos, aunque haya países como España, Italia o Grecia que sufren de una manera más directa las repercusiones de un fenómeno que trasciende países y fronteras. Teniendo en cuenta la falta de mano de obra en sectores estratégicos de la economía (como el campo o la industria), así como los problemas demográficos que irán en aumento, parece ilógico que ni a nivel estatal ni europeo se haya logrado consensuar un acuerdo estratégico a largo plazo, y sólo se haya alcanzado un Nuevo Pacto sobre Migración y Asilo que ha nacido viciado, y que será difícil de aplicar por la diversidad ideológica de los partidos que gobiernan los veintisiete Estados de la Unión. Pero esta dura realidad no es exclusiva de Europa.

También en Norteamérica la cuestión migratoria ha alcanzado un nivel inusitado de análisis político y discusión popular. El hecho de que Estados Unidos se encuentre en pleno proceso presidencial hace que tanto Donald Trump como Joe Biden tengan que recurrir una y otra vez a una problemática para la que ninguno de ellos aparenta encontrar una solución justa y razonable. Incluso el pasado martes, 4 de junio, el presidente Biden decidió endurecer su política migratoria, firmando una orden ejecutiva destinada a acelerar las expulsiones y limitar las entradas al país a 2.500 personas al día. Es decir, trata de frenar a los solicitantes de asilo “ilegales” a través de la frontera con México. Eso sí, esta polémica orden, que se ampara en los apartados 212(f) y 215(a) de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA), al menos no afectará a menores no acompañados, a migrantes enfermos, a quienes hayan sufrido tortura o persecución, o a aquellos que hubiesen cursado la solicitud con anterioridad.

El número de migrantes ha alcanzado cifras récord en EE.UU., pues entre diciembre y mayo las entradas han sido tan elevadas que el número de detenciones realizadas por la Patrulla Fronteriza ha variado entre 10.000 y 4.000 al día, como si la frustrada reforma migratoria anunciada en 2020 por Biden hubiese generado un “efecto llamada” de “fronteras abiertas”. Con todo, este giro en las políticas migratorias de La Casa Blanca, que se topará con la batalla judicial que emprenderá la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), ha caído como un jarro de agua fría entre los demócratas, quienes se muestran divididos ante una fórmula que, más que innovadora, imita, si no empeora, los fallidos preceptos antiinmigración diseñados en 2018 por su ahora rival Trump. Algunos ven en esta acción una estrategia electoral, que echa por tierra el componente ideológico de la Administración estadounidense. Más que una “orden ejecutiva” parece un acto de “supervivencia política”. Quizá Biden desee ganarse a los votantes de centro y a los independientes, así como a ese alto porcentaje de inmigrantes nacionalizados (“naturalizados”) que abogan por un endurecimiento del control fronterizo y proponen incluso penas de cárcel para frenar la inmigración “irregular”. Y es que la cuestión migratoria, junto con los efectos perversos de la inflación, su débil respuesta a las acciones de Netanyahu en la Franja de Gaza, y el deterioro de su imagen debido a supuestos problemas cognitivos, constituyen el quebradero de cabeza para un líder octogenario que trata de aferrarse al Despacho Oval.