OBITUARIO

Cesáreo Otero Vilar, adiós a un hombre bueno

El escritor Juan Gómez Jurado, autor de varias novelas de gran éxito, publica este obituario tras el fallecimiento del cirujano plástico y exdirectivo del Compostela, Cesáreo Otero Vilar

Cesáreo Otero Vilar en uno de sus viajes

Cesáreo Otero Vilar en uno de sus viajes / CEDIDA

Juan Gómez-Jurado

En contra de lo que muchos quieren pensar, en este mundo del bisnes y de los tontos por ciento, la bondad no es el defecto de los listos y de los triunfadores. Eso fue lo primero que aprendimos de él. Y lo último, y lo más importante.

Dicen los que saben —o los que inventan mejor que los que sólo tienen los ojos de la cara— que al otro lado de esa puerta que tenemos todos que cruzar hay una balanza descomunal, de inmensos platillos de bronce. En el fiel no se miden kilos de cachelos, sino los pecados del individuo que se arrodilla frente a Osiris, Iama, Jehová o como quiera usted llamarle. Si los pecados pesasen menos que una pluma —dicen los que saben, o los que inventan— el juzgado podría entrar en los campos de la eternidad. Ahora mismo, mientras Cesáreo está arrodillado frente a Osiris, el fiel de la balanza apenas se mueve.

Comienzan a llenar el plato por su infancia, allá en As Neves. El camino de una vida que arranca, paradójicamente, con otro. El que debía realizar él cada día camino de la escuela. Doce kilómetros, con los zapatos en la mano.

—¿También los días de nieve? —le preguntábamos los que le queríamos.

Eran los únicos zapatos que tenía, y no se podían estropear.

Doce kilómetros al día, con el estómago ligero y los pies helados no son sólo un sacrificio. Son miles de renuncias esquivadas. Miles de ocasiones en las que decir , rendirse a un lado del camino y no ser la mejor versión de uno mismo, sino la más sencilla.

La forja de un carácter extraordinario requiere de mucho calor, de muchos martillazos sobre un yunque. ¿Cuál de esos golpes es el que da la forma correcta a la espada? No es posible saberlo. Pero quizás todas esas renuncias esquivadas nos den una pista.

Sigue el camino. En la Facultad de Medicina. Conociendo al amor de su vida. Amalia Puga Martínez, su inseparable Amalia, doctora en psicología. Se casaron de beige los dos, siguiendo la moda de 'El Gran Gatsby', que hacía furor por aquel entonces. Remando, barcos contra la corriente, en dirección hacia sus sueños. Sueños de excelencia y de compostura, sueños luminosos y cumplidos. Allá en el Inframundo, el fiel de la balanza comienza a moverse, a medida que van cayendo los hechos de su vida en el platillo.

De todas las especializaciones que el doctor Otero pudo elegir, eligió Cirugía Plástica y Reparadora. Énfasis en lo segundo. No hubo nunca rastro de frivolidad ni cinismo en sus intenciones ni en su ánimo. Cesáreo sabía, y sabía mucho. Sabía que la vida es imperfecta, que Natura quita con una mano lo que te da con la otra. Que ese bulto en la nariz, que ese tabique desviado, que esa imperfección se agiganta en el espejo. Y que un bisturí de acero y molibdeno en manos generosas no es una enmienda a Dios, sino al Diablo. Que no es tachar un error, sino corregir con amabilidad un descuido. Que era algo tan básico y tan humano —y al mismo tiempo, brújula de su vida— como dejar las cosas un poco mejores que uno se las encontraba. De sus manos generosas podríamos escribir mil páginas como esta. Nos fijábamos mucho en ellas los que le queríamos. Eran diminutas y delicadas. Casi como si alguien que supiera —o que inventa— se las hubiera regalado adrede para su profesión.

Llegaron los hijos. Pablo, cachazudo y generoso, deportista y campechano. Katuxa, alegre y luminosa, creativa y soñadora. Los dos, como sus padres, buenas personas. Los criaron muy cerca, sin agobios ni desapegos. A la distancia de un abrazo, que era la máxima distancia que Cesáreo admitía. Para él, la vida y las relaciones interpersonales eran como el de su bienamado golf. Cuando la pelota cae dentro es momento de actuar con precisión. En cuclillas para estudiar bien el terreno antes, si es necesario. Renunciar al hierro y la madera en favor del putter. Un roce suave y cariñoso, acompañando la bola hacia el objetivo.

Llegaron sus nietos. Marco y Javi, primero, Alex y Pablo después. Con ellos fue aún más cariñoso, aún más generoso. Más afable y bromista aún. Allá en el Inframundo, el fiel de la balanza se inclina por completo hacia un lado. Sobresaltado por el ruido que hace el bronce, el juzgado abre los ojos —temeroso— para ver el resultado. Para escasa sorpresa de todos los que lo conocimos, el platillo que contiene la pluma toca el suelo, mientras que las acciones de una vida se elevan hacia el cielo.

Este texto sólo lo firma uno, porque en el espacio necesario para golpear una tecla sólo cabe un dedo. Pero lo hemos escrito todos los que lo conocimos y quisimos, porque en el espacio generoso y delicado del enorme corazón de Cesáreo Otero Vilar no existían límites tan tontos como el espacio de una tecla. Y porque él nos escribió, en mayor o menor medida, a todos nosotros.

No os pedimos, en contra de la costumbre, una oración por su alma. Porque qué puñetera falta le hace. Os pedimos, en cambio, que miréis a vuestro alrededor, juntéis a un puñado de seres queridos y los llevéis a comer. Que lo disfrutéis con la misma fruición con la que él movía su simpático bigote. Y que, cuando acabe la comida, si alguien osa echar la mano a la cartera, hagáis como él y cojáis raudos la nota diciendo, como él:

—¡Bueno, carallo, bueno!

Adiós, Cesáreo. Dejas esto mucho mejor de lo que te lo encontraste.