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Romántico viene de Roma

    Un cuadro de Friedrich. Una sinfonía de Beethoven. Un poema de Wordsworth. El romanticismo abría el siglo XIX para centrar el foco en el yo, las emociones, lo visceral, dinamitando todo lo clásico que quedaba vivo. Se volvía a lo antiguo, a la subjetividad por pesimista que fuera y partiendo de un sentimiento de rebeldía contra el absolutismo. El romanticismo preconiza los sentimientos, la originalidad, la creatividad y, sobre todo, la preeminencia de lo propio frente a lo global, acarreando un fuerte sentimiento de pertenencia a lo que nos hace miembros de algo genuino.

    En el fútbol -increíble- también persiste esta locura. Unos 60 jugadores de primer nivel -en toda la historia- supieron exaltar el sentimiento romántico de vestir una única camiseta. Desde sus primeras e indisciplinadas patadas hasta sus últimos y versados coletazos. A muchos de ellos les une algo más que su obstinada lealtad. Son jugadores dotados de un talento extraordinario que a pesar de escuchar múltiples cantos de sirena, nunca renunciaron a sus orígenes. Por primar lo exclusivo frente a lo ordinario.

    Con Maier, Sanchís, Baresi, Giggs, Maldini, Yashin, Arconada o Le Tissier aprendimos que una vida tiene sentido pleno cuando eres capaz de quedarte allí adonde perteneces. En esa lista caballeresca figura Francesco Totti. El órdago constante de uno de los más poderosos siempre planeó entre sus pretendientes. Él mismo reconoció que “al 80% me iba al Real Madrid. Elegí ser un jugador que hiciera algo diferente”. La máxima romántica: lo diferente frente a lo común. El día de su despedida, con el Estadio Olímpico hasta la bandera, una banda sonora especial unía con un hilo invisible las almas de todos los aficionados: la compuesta por Ennio Morricone.

    Dos años después del nacimiento del Emperador, Morricone destapaba su sensibilidad con el fútbol -componiendo la canción del Mundial de Argentina- y recibía su primera calabaza al fracasar en su nominación al Óscar por Días del cielo. Pasó media vida escapando de la guerra -de la que pudo camuflarse tocando la trompeta en orquestas de revista- y otra media persiguiendo una estatuilla -merecida mucho antes de que en 2006 se le concediese un Óscar honorífico con sabor a desquite-. El año en que Morricone abrazaba por fin el premio a la excelencia del cine, Totti conseguía dos de sus mayores logros: se proclamaba con Italia, campeón del mundo y en esa misma temporada recibía la Bota de Oro.

    Las vidas de Totti y Morricone concentran el aplauso de la comunidad mundial, en gran medida, porque hicieron magia sin renunciar a sus sentimientos. Afiliado leal al Partido Comunista, la Academia desoyó durante 28 años sus obras maestras de la talla de Cinema Paradiso, Érase una vez en América o La misión. 25 se mantuvo Totti fiel a los giallorossi sin grandes ambiciones continentales. Ambos sabían que merecían más premios, pero no les importaba. Ambos serán siempre hinchas de la Roma. Se profesaban mutua admiración.

    Morricone y Totti nacieron a las orillas del Tíber para enseñarnos la innegociabilidad de los principios espirituales. Que es más grande el luchar por una causa que por una cosa. El resto de mortales nos despellejamos en la eterna encrucijada de saber qué queremos. De huir hacia lo desconocido o quedarnos donde tenemos la certeza de ser queridos. Y casi siempre nos equivocamos.

    09 jul 2020 / 01:00
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