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Castrolandín, el mirador de la historia

Las aldeas que rodean la villa de Cuntis, en la Pontevedra interior, reflejan la belleza de la esencia rural de esa Galicia que nace del verde, de la humedad y las brumas de las primeras horas de la mañana. De alguna manera, esa icónica belleza rural constituye el origen de muchas de las leyendas que se pierden en la espesura de nuestros montes y fragas. Muchas de esas leyendas se manifiestan hoy como entes fantasmagóricos que surgen de la tierra, revelando su identidad desde la simpleza de pétreas ruinas que, imperturbables, avanzan hacia la eternidad desde sus escondrijos naturales.

El castro que nos espera en el lugar de Castrolandín, internándonos en los bosques cercanos a Cuntis, es una prueba fiel de esas historias vivas que salpican Galicia, de parte a parte, desde su corazón verde hasta los confines de las aguas bravas que moldean nuestras abruptas costas.

Presidiendo una loma, las ruinas del castro llenan de magia un entorno poblado ya desde hace más de 2.500 años, pues, según los historiadores, los vestigios encontrados en el lugar (cerámica, joyas, etc) datan del s. IV a.C.

La regla general aplicable a los poblados castrexos, en palabras del experto e historiador gallego López Cuevillas, era que estos centros de población estuvieran debidamente fortificados y se situaran en la cima de oteros o montañas, como estrategia de defensa frente a posibles ataques de otras tribus. Tal es nuestro caso; a diferencia de otros castros que hemos tenido oportunidad de ir conociendo, como el de Fazouro o el de Baroña, estratégicamente ubicados en la línea de la costa cantábrica y atlántica, respectivamente, el antiguo castro de Castrolandín se alzó, magnánimo, en la cima de una escarpada loma, dominando el horizonte en torno a él, y constituyéndose como principal núcleo defensivo para sus habitantes y otros pobladores de la comarca.

La cultura castreña está directamente ligada a la llegada a las tierras del fin del mundo de distintas etnias centroeuropeas, como los celtas. Sus asentamientos, levantados por gran parte de la geografía cantábrica, entre los siglos VI a.C. hasta el V d.C., testimonian uno de los primeros sistemas de organización urbanística en la historia.

Con la llegada de los romanos a la Península Ibérica, el asentamiento de Castrolandín fue abandonado. Hoy, junto a las características ruinas circulares del lugar, encontramos otras de planta rectangular, seña indudable de la presencia romana en el propio espacio que ocupa el asentamiento.

Quizá fue el descubrimiento de fuentes de agua termal lo que llevó a los romanos a asentarse en la cercana población de Cuntis. Estas aguas, muy apreciadas para tratamiento de la piel y de alto valor terapéutico, las encontramos en la próxima villa de Caldas de Reis, cuna de Alfonso VII, que ya era famosa desde tiempos de Roma.

Analizando la disposición de nuestro castro, así como los vestigios defensivos hallados en él, no es difícil imaginar la contundente reacción defensiva que ofrecieron su centenar de habitantes, la mayoría dedicados a la agricultura, sin experiencia en combate, contra el invasor, a fin de preservar su estilo de vida y sus costumbres frente al brazo de hierro de la implacable Roma.

El recinto presenta el ánima de una muralla defensiva alzada, posiblemente, a partir del material extraído de la propia tierra, al excavar el foso que circundaba el asentamiento y que contribuiría a hacer más inexpugnable aún la defensa del poblado. Los historiadores que desde 2004 escudriñan los restos castreños del lugar afirman que, muy probablemente, la robusta muralla alcanzara los cinco metros de altura.

En su interior se desarrollaba la típica vida que llevaban los habitantes de otros castros: la agricultura, la ganadería, en trabajo del metal y del barro... Todo ello en las típicas viviendas que acogían al núcleo familiar en torno al hogar; si bien, en Castrolandín encontramos una particularidad, dos cabañas superpuestas o, lo que es más probable, una cabaña con un considerable atrio; la más importante de cuantas de contabilizan en la tradición castreña de Galicia.

Cualquier momento es bueno para conocer nuestra historia más antigua, pero es cierto que para disfrutar de esa esencia mágica que rodea estos singulares emplazamientos, nada mejor que acercarse en la noche de San Juan, el 24 de junio, cuando los vecinos suben hasta el castro portando antorchas encendidas y rodean el lugar, festejando el mágico y legendario solsticio de verano, cuando el corazón de la Galicia más profunda late el son de las campanadas de San Juan, que llaman a las criaturas de leyenda a salir de sus escondites y a las almas de los valientes guerreros castreños a manifestar su coraje desde el recuerdo de su inmortalidad.

29 may 2022 / 01:00
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