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De genios universales y símbolos emblemáticos

El cinco de diciembre de 1791 W. A. Mozart cerraba sus ojos para siempre. Él, que con su música iluminó suntuosos palacios, teatros e iglesias, muere en una triste y desapacible noche. Lo acaecido en sus últimos días es objeto de los más variopintos relatos y leyendas. ¿Qué ocurrió realmente? Nunca lo sabremos con exactitud. Poco importa. Es ya una realidad lejana y manipulada. Murió con dolor físico, pero tranquilo, asumiendo un final inminente y anhelando un reparador descanso. Con él se fue su genio, nunca reemplazado, como pasa con la singularidad de cada mortal, aun no siendo excepcional.

Sin ceremonias (salvo un breve servicio religioso en la catedral de Viena), sin misa, sin música ni sepultura, fue depositado en una fosa común. Años más tarde, ni rastro quedaba de él en aquel cementerio. Cierta es la afirmación de que “Mozart no ha dejado fortuna, ni siquiera un cuerpo”.

Cuando triunfaba allá donde iba, coincidió con un desconocido músico: L. van Beethoven. Aunque no le prestó gran atención, se dice que comentó: “Fijaos en ese muchacho: algún día el mundo hablará de él”

Así sucedió. En 1792, Beethoven se instaló en Viena, con una encomienda: “Recibid de manos de Haydn el espíritu de Mozart”, aunque demostró no ser un músico al uso, sometido a normas ajenas y obró libremente, o al menos, ese fue su intento.

Culmina el accidentado Año Beethoven, con motivo del 250 aniversario de su nacimiento (Bonn, diciembre 1770). Su azarosa vida no cabe en pocas líneas. Sus amoríos, su sobrino y su sordera acaparan su existencia. Angustia y triunfo rezuman en toda su obra. Achacoso y siempre enfermo, deprimido por problemas personales, familiares y financieros, estuvo postrado en el lecho el tiempo suficiente para dejar sus últimas voluntades, recibir a amigos y admiradores, falleciendo en marzo de 1827.

Su entierro fue todo un acontecimiento al que asistieron multitudes. El féretro, acompañado de músicos y mucha música, fue depositado en una tumba hoy bien reconocible. Allí, una sencilla lápida reza: “Beethoven”, sin más pompa ni epitafios.

Mozart “resucitó” varias veces posteriormente y, en 1985, de una manera insospechada: pese a su afiliación masónica –que conllevaba la excomunión– el Vaticano organizó una ceremonia inusual, en la que H. von Karajan dirigió su Misa de la Coronación, en presencia de Juan Pablo II. De este modo, concierto y liturgia sirvieron simbólicamente de reconciliación con su pasado.

Beethoven, no tuvo necesidad de ser “resucitado” pues su impronta no desapareció, sino al contrario. En 1972, después de sopesar pros y contras, se eligió como Himno Europeo la Oda de la Alegría, germen de su Sinfonía Coral (La Novena). Con arreglos y retoques –y sin letra, para evitar suspicacias políticas– pretende ser un emblema de la libertad, paz y solidaridad que promueve la tan siempre inestable y controvertida Unión Europea.

Mozart, un músico cautivador, genial y universal. Beethoven, un músico profundo, formado a sí mismo, con ansias de una gloria que no supo –por su carácter– asumir. Dos hombres que, en lo personal y en lo musical, hicieron frente al tránsito de una era especialmente convulsa y cambiante, revolucionaria.

Con esta idea de fondo, resulta fácil irse con la mente al lugar en el que confluyen los caminos de Europa: Santiago y su Catedral. Ahí está la obra de otro visionario: el Maestro Mateo. Él supo esculpir en piedra, conceptual y figurativamente, un Dios más cercano y sosegado, representado en el Cristo en Majestad del Pórtico de la Gloria. Los 24 Ancianos del Apocalipsis que lo rodean afinan los instrumentos de lo que podría ser la “orquesta ideal” de una época que también fue bisagra entre dos mundos igualmente subversivos y diferentes.

La reconstrucción y reestreno de esos instrumentos tuvo lugar dos siglos después de la muerte de Mozart y el nacimiento de Beethoven. Curiosa y feliz coincidencia, posiblemente no sopesada, en aquel húmedo y lluvioso 4 de diciembre de 1991.

Los siglos pasan, las obras quedan. Unas caducan, otras subsisten con su halo, mito y leyenda, o resucitan para nuestro regocijo en momentos puntuales creando más dudas e incertidumbres... Porque la genialidad no muere y hay símbolos emblemáticos, cuya creatividad y universalidad traspasa tiempos y fronteras. Perduran eternamente.

29 nov 2020 / 00:00
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