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segunda oleada

es tiempo de ajetreo continuo. Nadie se libra. Estamos como en el comienzo de todo. Basta escuchar a la gente en cualquier rincón, pararse a hablar con un amigo o conocido, leer la prensa, ver los informativos u hojear la nueva parrilla televisiva... Es el arranque. El inicio. Después de un forzoso parón que todos recordamos –aunque ni queremos mentar–, de un tenue respiro que a todos nos hizo anhelar el retorno a la bendita normalidad, y tras una súbita caída en picado que a todos nos mantiene en vilo, es tiempo efectivamente de trajín pues la vida sigue.

Pero también de pararse a pensar. En realidad, siempre es tiempo de pensar: la mente no se detiene ni entiende de ciclos ni estaciones. ¿Pensar en qué? Mil cosas llenan nuestras cabezas y más después de tantas inesperadas vivencias y experiencias, tantos cambios de modos, usos y costumbres, tantos rápidos y obligados aprendizajes. Pero también, y sin dejar de tener todo eso en mente, es momento de pararse a reflexionar, porque eso nos llevará a otro estadio: recordar, reconocer, agradecer...

¿A qué, a quiénes o por qué? Pues quizás y sin ir más lejos, a los que ya no pueden pensar, aquellos que se han ido en estos últimos meses, esas personas –la mayoría, anónimas y, en su mayoría, mayores– que no están ya con nosotros compartiendo este siempre nuevo y viejo atareado mes de septiembre. De momento, y por desgracia, siguen siendo un número. Un número, además, incierto, voluble, tétrica y lastimosamente danzante. Si volvemos la vista atrás (no mucho: basta remontarse a unos meses) aún sin hacer gran esfuerzo, pero como si de un mal sueño o pesadilla se tratase, vemos que tristemente la historia se repite.

Ante algo así, ni bueno es meter el dedo en la llaga (y menos cuando todavía está sangrando) pero tampoco dejarse llevar por un mero y legítimo lamento... sin ir acompañado de un momento. Todavía de momento, no se siente que doblen las campanas. Cabe pensar que en medio de este ajetreo no es bueno oírlas sonar... O puede que quizás ni ellas mismas, todavía de momento, no sepan por quien o quienes deben repicar. En todo caso, triste mal... porque esos anónimos –que no anodinos– cientos de nuevos desaparecidos merecen ya un justo despido: una lembranza, un recuerdo... un ¡algo! Y sus seres queridos que los ven como lo que son –¡personas que se han ido!– quizás aun anestesiadas por el shock de la pérdida, necesitan ser arropados, consolados, motivados, sentirse acogidos.

Este mundo ajetreado, en continuo movimiento –y un tanto desmemoriado– es el mismo que paradójicamente vive en permanente espera: de cambios, de situaciones, de hábitos... ¡de vacunas! ¿Estamos también a la espera de que nos recuerden quienes vengan detrás de nosotros que cada momento es único e irrepetible, que dejar pasar el tiempo oportuno puede ser dejación de deberes, cuando no terrible omisión de justicia? En medio del frenesí de estos días ¿no seremos capaces de pensar que es tiempo de repique de campanas, ya suenen mecánica, virtual o metafóricamente? Es tarea de todos y cada uno en particular.

No hace falta ni salir ni hacer solemnes ni multitudinarias ceremonias. El recuerdo, el memento, tiene cabida en la mente. En medio de tanto afán y de no menos anhelante e inquietante espera humana ¿no podemos atisbar que lo que procede, lo más acertado quizás sea aminorar el paso, detenerse, y entonar un sentido réquiem por respeto y consideración hacia quienes lamentablemente ya no están... pero nos esperan?

20 sep 2020 / 00:03
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