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La industria del antifranquismo

UNO DE LOS RASGOS que caracteriza el mundo actual, dominado por la inmediatez y donde se destierra la crítica, la reflexión o la pausa, es la capacidad de hablar basándose en ideas preconcibas, eslóganes y proclamas carentes de contenido en un mundo político y público cada vez más degradado a nivel intelectual. En el caso de la historia de España la banalidad se ha asentado en el asunto del llamado antifranquismo, tema sobre el que cualquiera, tenga o no las nociones básicas de historia, derecho o política puede hablar sin pudor y casi siempre a beneficio propio.

Junto a los antifranquistas verdaderos han nacido dos nuevas especies. Los que lo son en el papel, que se desenvuelven en el mundo académico en el que han creado una industria subvencionada por el dinero público basada en un entramado de publicaciones de libros, revistas o convocatorias de congresos que contribuyen a formar una carrera académica más o menos exitosa. Y los de pose –hoy se diría “postureo”– que entenderían esta posición frívolamente como una manera de estar a la moda, independientemente de lo que significase Franco o el franquismo, que sería lo de menos. Todos ellos se distinguirían por no haber vivido la guerra ni la represión ni a nivel personal ni en familiares o amigos.

Norman Finkelstein, un historiador judío cuyos padres fueron prisioneros en Auschwitz y que perdió parte de su familia en los campos de exterminio nazis, acuñó el término ‘industria del Holocausto’ para definir los abusos académicos, políticos o económicos, en forma de subvenciones o pensiones vitalicias, que se llevaron a cabo por parte de los descendientes en nombre de unas víctimas judías que en muchas ocasiones ni siquiera lo eran, ya que hubo numerosos supervivientes falsos. Se alzó, sobre millones de cadáveres, la avaricia y la vileza de quienes solo veían una oportunidad para sacar provecho.

La asociación franquismo, nazismo y fascismo, que nadie puede negar, es mucho más problemática de lo que podría parecer porque en la historia tienden a dominar los grises en lugar de los blancos o los negros. Ningún régimen es puro porque en ellos habitan personas de toda clase y condición, que sufren, tienen miedos, aman o defienden sus intereses, que pueden o no estar en consonancia con las ideas impuestas desde el poder. Da la impresión, en cambio, de que esa pulcritud sí sería característica de los antifranquistas de papel y pose, héroes de una guerra que nunca libraron y expertos en proclamar que cualquiera habría hecho mejor el tránsito de una dictadura a una democracia, que por cierto puso final a un turbulento periodo de dos siglos de luchas fratricidas.

En ocasiones la historia nos da sorpresas y nos ofrece verdades incómodas que se intentan silenciar. Así sucedió, por ejemplo, cuando una parte del PNV, en plena Segunda Guerra Mundial, decidió apoyar a Hitler a cambio de que les reconociese, tras una previsible victoria alemana que daban por hecha, la independencia del País Vasco en el hitleriano proyecto de la Europa de los pueblos. Mantuvieron contactos, previa autorización del lehendakari en el exilio José Antonio Aguirre, con Werner Best, jefe de la Administración de Guerra en la Francia de Vichy, y es que como decía Ramón Labayen, antiguo alcalde de San Sebastián, tenían que jugar a caballo ganador por una vez confiando en que los nazis apoyasen a los vascos y su independencia ante Franco.

También es el caso de Vicente Risco, el padre del nacionalismo gallego, que publicó en 1944, cuando la maquinaria genocida nazi estaba a pleno rendimiento, una Historia de los judíos que podríamos definir como un “libro maldito” porque en él hace gala de un antisemitismo y un pronazismo repugnante y donde afirma que es necesario tomar medidas contra los judíos, aunque sin exterminarlos completamente, ya que de hacerlo así se cumpliría una profecía de San Agustín que daría lugar al fin del mundo. Este libro es sistemáticamente silenciado por los historiadores y pensadores nacionalistas, cómplices y negligentes con un libro infame, puesto que se supone que deben ser los garantes a la hora de presentar un pasado libre de mitos y de mentiras. Risco, borrado del panteón mitológico del nacionalismo gallego, solo existe para ellos hasta 1936, cuando apoyó abiertamente al bando franquista. Afirman que permaneció en silencio tras ese año, cuando paradójicamente es cuando pasó a ser conocido en España por varios de sus libros, entre los que ocupa un lugar muy destacado las varias reediciones que tuvo su Historia de los judíos a lo largo de la década de los cincuenta y sesenta.

Es fundamental conocer el pasado y no olvidarlo, pero otra cosa es vivir anclado en la Guerra Civil, de cuyo final se cumplen ochenta y un años, y en el franquismo, una dictadura que acabó en 1975, hace ya casi medio siglo. Por no hablar de que esa España no guarda ninguna relación con el mundo actual ni desde el punto de vista económico ni político, social, militar o cultural, y donde jóvenes que actualmente tienen veinte años tuvieron que esperar a que Franco llevase muerto veinticinco años para nacer, motivo por el que es lógico que no lo vean como una prioridad sino como algo muy lejano.

Lo que hay que hacer es analizar con rigor esos episodios, entender por qué surgieron y obtener las enseñanzas que nos puedan aportar para mejorar como sociedad. Si, en lugar de optar por esto, la balanza se inclina por el lado de la confrontación política y del empleo de la historia como un arma arrojadiza de la que todos obtienen réditos políticos, económicos o electorales, España continuará siendo, en palabras de Jon Juaristi, un país encerrado en su particular bucle melancólico.

20 sep 2020 / 00:03
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