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La Monarquía

lamonarquía –me refiero a una verdadera– no puede ser bien entendida y valorada si no se tiene en cuenta que se trata de una forma de Estado, con una larga y fuerte tradición histórica, su carácter netamente institucional y su enorme virtualidad social.

Es la Monarquía una forma del Estado distinta de otras posibles. Definida como gobierno de uno, es más bien, conforme a su realidad histórica, una Constitución de unidad. Nuestra Norma Fundamental dice que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” (artículo 1.3), pero el orden político vigente no responde a una forma monárquica. Vivimos en un régimen republicano, al que se ha adosado la institución monárquica, como un recuerdo histórico, vaciada de toda potestad decisoria. Se ha dicho con acierto, que el modelo histórico de Monarquía constitucional, que nosotros llamamos parlamentaria, es una forma de simple transición a la República. Aún así, carente de atribuciones, al representar la unidad de la Nación, es objeto de ataques desaforados por parte de los que quieren romper esa unidad.

La forma monárquica es un legado de los pueblos indo-germánicos. En el inicio de casi todas las actuales naciones europeas encontramos un reino germánico. No sabemos el origen de la realeza, pero podemos deducir que, frente a los conflictos y luchas sociales, se alza el poder pacificador de una persona, que se perpetua en una estirpe regia.

El desarrollo de los reinos medievales es obra de los reyes. Su poder no es absoluto. Para ser reconocidos, tenían que jurar las leyes, fueros, cartas, privilegios, buenos usos y costumbres de sus pueblos y súbditos. Nuestros Reyes Católicos integraron en una sola unidad monárquica nada menos que siete reinos, incluidos Cerdeña y Sicilia. Bajo el lema de “tanto monta...”, Isabel, en 1475, hizo copartícipe a su marido del poder real que ella tenía en Castilla y, poco después, Fernando designó a su esposa corregente en todos sus reinos. Su legado histórico es de suma importancia. Nos han transmitido la fórmula ejemplar de nuestra Constitución histórica: unidad constitucional de la Monarquía y fueros.

Al oficio de reinar, en las monarquías medievales y en la época de los Reyes Católicos, se llamaba “señoría mayor de la justicia”. Y, efectivamente, el fin principal del Estado es la justicia. Eso plantea el problema relativo al carácter personal o institucional de la Monarquía. Hay funciones del Estado que son permanentes. Su legitimidad viene de antes, pues el Estado no nace en cada legislatura. Entre dichas funciones está la Justicia, el Ejército, el Consejo de Estado y las Reales Academias. Tienen que ser funciones de la Corona, garante de su independencia, pues las potestades de la institución monárquica no pueden ser de carácter personal. El artículo 56.1 de la Constitución establece que “El rey... arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”, pero arbitrar y moderar son funciones netamente institucionales. A salvo las intervenciones personales del Rey, tiene que haber órganos arbitrales y moderadores. En otras palabras, que la Corona reclama una estructura institucional. El Rey no gobierna, pero garantiza la independencia de las referidas instituciones y procura que se gobierne rectamente.

El dogma revolucionario de la conquista del Estado, es decir, el pretendido derecho al Poder de los grupos sociales, de los partidos, en realidad destruye el Estado. Esos grupos difícilmente servirán al conjunto de la ciudadanía, se deben a la facción que enseñorea el Estado. Unos grupos pueden ser más responsables que otros, pero todos dan lugar a un Estado de clase y de partido, que además pretenden abusivamente configurar la sociedad conforme a su ideología. La sociedad civil solamente puede organizarse y regenerarse, superar el individualismo, y el colectivismo gregario, a partir de su propias libertades, ayudada por el Estado, no invadida por el mismo. Por eso hace falta una instancia que constituya instituciones de Estado independientes de los grupos sociales. Y esa es la función y virtualidad social de la monarquía.

Algunos podrían objetar que, con tal planteamiento, se produciría una ruptura de la unidad del Estado. Por un lado la Corona y, por otro, la representación popular, pero no es así. La formación del Gobierno sería, a instancia del Consejo de Estado (reformado), una propuesta del Rey a las Cortes Generales de posibles Jefes del Gobierno, que expondrían su programa ante las mismas, y éstas decidirían. Bien entendido que tendría que ser una representación popular abierta y no una secuestrada por los partidos. Corona y representación del pueblo constituyen una unidad.

Los servicios en abstracto al pueblo, al Estado, ya sabemos en que suelen terminar. Distinto es servir a una persona, al rey –no a su capricho–, como representante del conjunto, aunque no lo merezca, lo que acredita la virtud política en su grado máximo., que es la lealtad.

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