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Soberanía y legitimidad política

dejando aparte a los autores clásicos antiguos (Platón y Aristóteles), la doctrina dominante sobre el poder político y el Estado hasta nuestros días se ha debido, sobre todo, a Bodin, Hobbes y Rousseau. Jean Bodin formuló el concepto de soberanía como “poder absoluto y perpetuo de una República” (Les six libres de la République, 1576). Thomas Hobbes expone (Leviathan, 1651) que todos los hombre son absolutamente libres, también para gobernarse, pero su libertad choca con la de los demás.

A esta conflictividad le llama “estado de naturaleza”, para salir de la cual los hombres establecen un “pacto social”, mediante el que cada uno cede su libertad a un hombre o a una asamblea, convirtiendo al conjunto de ciudadanos en una entidad que llamamos Estado. A este Leviathan o dios terreno, titular de la soberanía, debemos la paz y la seguridad, que Hobbes personifica en el rey. Tal soberanía es absoluta: derecho a gobernar ilimitado. Jean Jaques Rousseau da un paso más decisivo (Du contrat social,1762): la soberanía no pertenece al rey, sino al pueblo; solo el pueblo es soberano, pues los hombres no pueden comprometerse a obedecer más que a la totalidad de los ciudadanos y a su “voluntad general”. Rousseau exigía la unanimidad perfecta para la soberana volonté générale, pero tenía gran temor de que el desdoblamiento en unos representante o en un poder Ejecutivo fácilmente podría dar lugar a la usurpación de la soberanía. Llega a decir que la soberanía no puede ser representada, al contrario de lo que pregonaba el abate Sieyès sobre la necesidad de unos representantes del Tiers Etat, que no eran mandatarios y una vez elegidos gozaban de autonomía.

En la actualidad, y en los países occidentales, todo el edificio político se asienta en las ideas de estos autores. Sin embargo, si tenemos en cuenta que el famoso pacto social es una pura ficción y que la voluntad general es un imposible, ¿se puede mantener la idea de soberanía popular que fundamenta la moderna democracia? Como poder absoluto, obviamente no, pero podemos encontrarle un sentido si la entendemos como el derecho de los pueblos a instituir órganos de gobierno y a ser gobernados con Justicia. En las famosas trece colonias, antes de formarse los EE. UU. de América, fueron apareciendo Declaraciones de Derechos. Uno de los textos más significativos es la Declaration of Rights de Virginia de 1776. Conforme a la misma, el poder político deriva del pueblo y todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos inherent rights.

Esta idea de los derechos inherentes o naturales pasó a la de Declaración de Independencia y a la Constitución americana, conforme a las cuales para proteger esos derechos se han instituido los gobiernos.

Lo anterior, traducido en España a un lenguaje actual y comprensible, quiere decir lo siguiente. Según la doctrina española que llamamos tradicional, toda autoridad viene de Dios, como enseñó San Pablo, pero este origen es remoto, el origen próximo está en la propia comunidad política (F. Suárez, Tractatus de legibus ac Deo legislatore, 1612), que crea los órganos para su ejercicio. Dicha autoridad o poder no es absoluto, pues tanto la comunidad como las instituciones de representación o Gobierno está vinculadas por la Justicia y por los límites de su competencia.

Los parlamentos no pueden juzgar y los jueces no pueden dictar leyes. Si la Justicia es dar a cada uno su derecho, el Parlamento no puede legislar contra el derecho, que es un producto de la razón, ni los jueces juzgar al margen del mismo. Parlamento, Gobierno y jueces se instituyen, ante todo, para reconocer, tutelar y promover las libertades y derechos de los ciudadanos, empezando por los fundamentales. Son poderes limitados en función de dichos derechos y libertades. La desobediencia civil es un derecho contra las leyes injustas, que pisotean el derecho, pues pierden el rango de ley. Por eso el acceso a cargo público por procedimiento legítimo, electivo o selectivo, no es suficiente marca de legitimidad, hace falta una legitimidad política de ejercicio.

Las referidas instituciones y órganos proceden de la sociedad civil y están a su servicio. No están para crecer sin límites, esquilmando y ahogando a la propia sociedad de donde proceden, generando un desempleo masivo, ni para considerar a los empresarios como enemigos a combatir o endosar una deuda descomunal a las futuras generaciones.

No están para vulnerar el derecho a la vida de todos, incluidos los no nacidos y los ancianos. Tampoco para atentar contra la familia y el matrimonio que la constituye, ni para negar la libertad y el derecho preferente de los padres e escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos. No se instituyen los gobierno para adoctrinar a la sociedad con una burda ideología partidista o convertir a los ciudadanos en adoradores de Leviathan. En fin, no están para enriquecerse, disponer de más de mil asesores a su servicio, ni para agraviar a la Jefatura del Estado.

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