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Un orden político foral

hay gente en España, sobre todo si pertenecen al incontable estamento político, que muestran su extrañeza ante la propuesta de caminar, para la urgente regeneración de nuestra desgarrada vida política, hacia un orden verdaderamente foral, muy distinto al de aquellas Autonomías que se autotitulan de forales, pero que en realidad se han acogido al régimen estatutario y estatalista de la Constitución.

Tales gentes parecen añorar una recuperación del consenso democrático de la transición, formalizado en la vigente Constitución. No se dan cuenta de que dicho consenso –en el supuesto de que fuera sincero y no meramente oportunist– está definitivamente roto. Ciertamente que mientras la Constitución esté vigente, ha de ser acatada, pero resulta ilusorio creer que sirve para el futuro. Se quiera o no, el sistema de la Constitución de 1978 está agotado, además, no es viable económicamente, pues no es posible endeudarse hasta el infinito.

Un orden foral es una construcción política desde abajo, porque Fuero es, ante todo, un sistema de Derecho local. Históricamente recogía las costumbres locales más los privilegios reales. Es verdad que, en pleno siglo XXI, los más de diez mil municipios existentes en España resultan altamente disfuncionales y urge establecer una estructura municipal de dimensiones comarcales. Más o menos, de cinco Ayuntamientos por Provincia, que con el tiempo hagan desaparecer la centralista división provincial diseñada por Javier de Burgos. En un sistema foral, las demás instituciones públicas son proyección de ese orden local. El Fuero es contrario al centralismo absolutista del Estado. Lo que llamamos Estado soberano es un producto de las Iglesias-Estado y las guerras de religión a que dio lugar la reforma protestante en el siglo XVI, que configuró el absolutismo monárquico para después traspasarlo íntegro al Estado democrático que gestó la Revolución Liberal.

Son numerosas la razones de la propuesta foralista. Como ha explicado el recordado profesor Álvaro d’Ors (Autonomía de las personas y señorío del territorio, 1976), los fueros constituyen una de las grandes aportaciones de la tradición jurídica española. El fenómeno foral solamente tuvo lugar en España, a partir del siglo IX, salvo alguna influencia en Portugal (Fuero de Évora) y en el Bearne francés (Fòrs). Una puesta al día de la foralidad nos llevaría a un entronque con nuestra verdadera Constitución histórica y al abandono de la cultura política racionalista de la Ilustración, tan contraria a la tradición española.

Pero hay más razones de justificación del Fuero o fueros. Es ilusorio pensar que la mera legalidad del Estado, aunque sea de rango constitucional, pueda configurar y cohesionar una sociedad, porque social por naturaleza solamente es la persona humana. Zoon politikon, animal ciudadano, la llamó Aristóteles. Es la persona la que construye la sociedad y crea vínculos de comunidad. En cambio, un Estado centralista y uniformista impide el pleno despliegue de la libertad civil y la autonomía privada, que es la base de un orden social de Derecho. Los padres de nuestra Constitución escrita cometieron un grave error al diseñar la tabla de derechos y libertades, postergando, fuera de los especialmente protegidos, aquellos que fundamentan la sociedad civil, como son el matrimonio, la familia, la sucesión hereditaria, el trabajo, la propiedad y la empresa.

Por otra parte, una estructura foral da solución al decisivo tema de la representación popular, pues el verdadero cauce de representación no son los partidos, sino el territorio. Organizado en comarcas, éstas sirven de unidad electoral básica y permite la participación de todos los ciudadanos en la presentación de candidatos o candidaturas. Muy mal ejemplo han dado los partidos de la transición al hacer creer a la ciudadanía que en los comicios no salían elegidos únicamente unas concretas personas representantes del pueblo en el Parlamento, sino un partido ganador, con derecho a entrar a saco y enfeudarse en las instituciones públicas. Hoy el partidismo despótico campea a sus anchas. Todo un vicepresidente de Gobierno se permite reclamar el control por el Estado de los medios de comunicación. Pero, ¿quién es ese leviatán fantasmagórico que llamamos Estado? ¿No es más bien que l’Etat ce moi? El mito de la soberanía popular absoluta y la ficción de la voluntad general roussoniana engendró una totalidad llamada Estado, y en esa ficción se apoyan las camarillas partidistas que inundan abusivamente la estructura pública.

En fin, un orden foral facilita un regionalismo integrador, resuelve el problema de la financiación autonómica, ayuda a la correcta distribución de los servicio públicos esenciales, simplifica la organización de las Administraciones Públicas, posibilitando una Administración única para cada ámbito territorial, y reduce drásticamente el coste de todo el aparato público, lo que permitiría en poco tiempo amortizar la deuda y reconstruir nuestra maltrecha economía.

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