Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h

Cultura Agnotológica y Cognitrónica

El término Agnotología fue acuñado en 1995 por el profesor de la Universidad de Stanford Robert N. Proctor y el lingüista Iain Boal. La palabra deriva del griego neoclásico agnōsis (ἄγνωσις, ‘no saber’; cf. griego ático ἄγνωτος, ‘desconocido’) y -logia (-λογία). Se define la agnotología como el estudio de la ignorancia o duda deliberada e inducida culturalmente, para vender un producto o ganar un favor, a través de la publicación de datos científicos inexactos o engañosos. El término también contempla la condición de que, a mayor conocimiento de un tema, mayor confusión cuando las fuentes no son fiables o contradictorias.

Proctor citaba, en su libro The Cancer Wars: How Politics Shapes What We Know and Don’t Know About Cancer, la campaña de relaciones públicas, promovida a lo largo de medio siglo por la industria tabacalera, para fabricar dudas sobre los efectos adversos que el consumo de tabaco tiene para la salud. Posteriormente, la industria de los combustibles fósiles adoptó la misma estrategia en una campaña contra el consenso científico que alarmaba sobre el cambio climático.

Otros eruditos abundaron en el concepto, como David Dunning, de la Universidad de Cornell, al advertir que Internet es un foco peligroso de propagación de la ignorancia al hacer que los usuarios sean presa de intereses poderosos que desean difundir deliberadamente mensajes confusos que generen desconcierto y desconocimiento, lo cual alimenta la ignorancia, como sostiene Irvin C. Schick.

Existen miles de ejemplos de agnotología en nuestra sociedad. Las causas activas de la ignorancia inducida culturalmente afectan a la influencia de los medios de comunicación, las corporaciones y las agencias gubernamentales, a través del secreto y la supresión de la información, la destrucción de documentos y la memoria selectiva. Las causas pasivas comprenden burbujas de información estructural, como la segregación de clases o el acceso controlado a la información, o el entorpecimiento cultural para que líneas de pensamiento y diversas formas de conocimiento sean ignoradas.

Proctor da un delicado tirón de orejas a la cultura vigente al decir: “Los historiadores y filósofos de la ciencia han tendido a tratar la ignorancia como un vacío en constante expansión en el que se absorbe el conocimiento, o incluso, como dijo una vez Johannes Kepler, como la madre que debe morir para que nazca la ciencia. La ignorancia, sin embargo, es más compleja. Tiene una geografía política distinta y cambiante que a menudo es un excelente indicador de la política del conocimiento. Necesitamos una agnotología política que complemente nuestras epistemologías políticas”. En 2003, en una entrevista del The New York Times volvió a la carga sobre la agnotología como el estudio de la ignorancia al referirse a los historiadores de la medicina que hacen ostentación de ser testigos expertos.

En un interesante artículo en Hypatia, en 2004, titulado “Feminist History of Colonial Science”, en el que abordaba los viajes del siglo XVIII en busca de descubrimientos científicos y las relaciones de género, Londa Schiebinger dio una definición más precisa de agnotología en contraste con la epistemología (la teoría del conocimiento). La epistemología cuestiona cómo saben los humanos, mientras que la agnotología cuestiona por qué los humanos no saben. En sus propias palabras: “La ignorancia a menudo no es simplemente la ausencia de conocimiento, sino el resultado de una lucha cultural y política”.

El otro gran jugador de esta partida con trampas son los medios de comunicación. El exceso informativo confunde y adultera el conocimiento objetivo de las cosas. La disponibilidad y acceso a gran cantidad de información puede no estar necesariamente produciendo una ciudadanía bien informada; y, por el contrario, puede estar facilitando que la gente elija blogs y noticias que lo único que hacen es reforzar sus propias creencias, aunque sean falsas, como apunta Knobloch-Westerwick en “Study: Americans choose media messages that agree with their views”, publicado en Communication Research en 2009. Otro estudio de R. Thakkar, M. Garrison y D. Christakis, del 5 de noviembre de 2006 en la revista Pediatrics, mostraba evidencias contradictorias sobre el efecto de la televisión en la formación de valores y en la inteligencia de niños y adolescentes.

Una ciencia complementaria de la agnotología es la cognitrónica, tal como apunta Ulrich Rueckert en un artículo reciente (”Human-Machine Interaction and Cognitronics”) incluido en un libro de Springer editado por B. Murmann y B. Hoefflinger. La cognitrónica intenta explicar las distorsiones en la percepción del mundo causadas por la sociedad de la información y la globalización, y se propone modificar estas distorsiones en aras de la objetividad. Algo se podría conseguir mejorando los mecanismos cognitivos de procesamiento de la información y desarrollando fórmulas que ayuden a la esfera emocional de la personalidad. Sin embargo, a día de hoy la cognitrónica no deja de ser una buena intención cuyos resultados solo el tiempo y la honradez científica podrán dilucidar, mientras que las conductas agnotológicas son la plaga cotidiana que intoxica la convivencia, mueve caudales de economías subterráneas y nutre multitud de perversiones políticas.

El manejo de la pandemia del coronavirus es un ejemplo paradigmático de patrón agnotológico: inducción de pánico, confusión total, manipulación colectiva, sacrifico de la sociedad por salvar infraestructuras funcionales deficientes, marginación de la ciencia y del conocimiento, amenazas a la comunidad científica para que no neutralice la falacia política, creación de voceros indocumentados, silencio cómplice de cantamañanas en cargos públicos para que no les muevan la silla, sumisión coercitiva, abusos de poder, imposición de políticas sanitarias carentes de aval científico, explosión mediática como altavoz amplificador de consignas oficialistas para distorsión permanente de la realidad, falsedad y ocultismo en la toma de decisiones y en la emisión de datos, cobardía funcionarial y abandono de servicios públicos esenciales, violación de derechos fundamentales, parálisis nacional, empobrecimiento colectivo, desestabilización emocional de la comunidad, aislamiento de grupos vulnerables, implantación de políticas totalitarias, penalización de la disidencia, promoción del nepotismo, defensa de intereses industriales sesgados a espaldas del tribunal de cuentas, políticas disociativas adaptadas a la fragmentación territorial, etc., etc. El análisis retrospectivo de la pandemia refleja la cultura de lo absurdo en una sociedad inmersa en el caos de la agnotología, donde nadie quiere hacer examen de conciencia ni reconocer errores ni devolver a la ciudadanía parte de lo que nunca podrá ser pagado. “El privilegio del absurdo, al que ninguna criatura viviente está sujeta sino sólo el hombre”, decía Thomas Hobbes en Leviathan. Visto lo visto y sufrido lo sufrido estos dos últimos años, muchas personas comulgarían con la sensata reflexión de Luigi Pirandello: “La vida está llena de infinitos absurdos, que, curiosamente, ni siquiera necesitan parecer plausibles, ya que son ciertos”.

Oscar Wilde en Intentions ironiza con que “una máscara nos dice más que una cara”. Las mascarillas han sido -y todavía son- una disculpa cortés para encubrir el pensamiento agnotológico de nuestros gobernantes, insensibles al sufrimiento ajeno e hipersensibles a la exposición mediática de sus contradicciones y falacias. En Earthly Paradise, Sidonie Gabrielle Colette afirmaba que “No hay nada que dé más seguridad que una mascarilla”. Y la creencia de que el pecado oculto es menos pecado puede dar un falso alivio moral a los que viven en la oscuridad, pero “quien oculta su enfermedad no debe esperar curarse”, como sostiene un proverbio etíope y refrenda Thomas De Quincey en Confessions of an English Opium-Eater.

Nuestra mal acostumbrada clase política, resistente al antibiótico de la autocrítica, no debería ignorar las sabias palabras de Nathaniel Hawthorne en The Scarlet Letter: “Ningún hombre, durante un período considerable, puede tener una cara para sí mismo y otra para la multitud, sin finalmente acabar no sabiendo cuál puede ser la verdadera”. Lo mismo es aplicable a cualquier persona con responsabilidad de gobierno sobre otra persona en todas las facetas de la vida, desde la familia, la escuela, la universidad, la empresa, la iglesia, el hospital o el geriátrico. En el fondo nadie está libre de cierta dosis de actitud agnotológica, hasta el extremo de poder caer en lo que declaraba La Rochefoucauld en sus Maxims: “Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos ante los demás, que al final nos disfrazamos ante nosotros mismos”. No muy distinto pensaba Mark Twain al referirse a que “cualquiera es una luna con un lado oscuro que nunca muestra a nadie”.

La trampa y el engaño, que lleva a la confusión y al desconocimiento, para perpetuar la ignorancia, y someter a la víctima al interés del opresor, es el espíritu que subyace en el cuerpo doctrinal de la agnotología. Esta maldad no puede ser catalogada de benigna o meritoria, ni siquiera en el manual de delincuencia tolerable de la justicia apopléjica. “Lo que disturba no merece respeto ni paciencia”, decía René Char en Le Poème pulvérisé. La mentira requiere una gran memoria; por eso tiene sentido la máxima de La Rochefoucauld: “El uso consuetudinario del artificio es signo de una mente pequeña, y casi siempre sucede que el que lo usa para cubrirse en un lugar se descubre en otro”. Lamentablemente, la cognitrónica no va a poder cambiar la mentalidad vesánica ancestral de nuestra especie. De momento tendremos que seguir navegando en la niebla de la confusión con la incertidumbre que Henry Miller mostraba en el interludio de Tropic of Capricorn: “La confusión es una palabra que hemos inventado para un orden que no se entiende”.

21 nov 2021 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.