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Errores Atávicos y Virtudes Ateogónicas

La gratitud y la fidelidad son hijos de la misma madre. Quien sabe ser agradecido suele ser fiel a sus principios y a sus amigos; y quien es fiel a los suyos tiene el agradecimiento de todos los bondadosos. Erich From decía en The Art of Loving que “sólo la persona que tiene fe en sí misma es capaz de ser fiel a los demás”. La fe en lo que uno hace, el convencimiento de que hacemos lo correcto, es lo que fortalece la fidelidad entre las personas y cultiva el afecto. Contaba Cicerón en De Officiis que “debemos medir el afecto, no como los jóvenes por el ardor de su pasión, sino por su fuerza y su constancia”. Todo esto es lo que da estabilidad a las relaciones humanas, sean de pareja, de familia, de amistad, de profesión o de necesidad. Sin duda, el amor está por encima de todo; y, es probable, que sin amor solo las relaciones de conveniencia tengan algo de consistencia temporal; pero incluso habiendo amor, sin fidelidad y capacidad de gratitud, hasta el mismo amor tiene fecha de caducidad. En Characteristics, William Hazlitt sostenía que “ser capaz de una amistad constante o de un amor duradero, son las dos mayores pruebas, no sólo de la bondad del corazón, sino de la fuerza de la mente”.

Puede que, en momentos como el actual, donde casi todos los valores están en crisis -desde la moral más elemental hasta la religiosidad más ortodoxa, pasando por los principios de honradez, transparencia, buena voluntad y solidaridad- la amistad, el amor, las relaciones laborales y los compromisos sociales, se afronten como experimentos temporales de duración incierta. No debe ser una circunstancia nueva, cuando ya el 9 de septiembre de 1779, Boswell ponía en boca de Samuel Johnson: “Es tan tonto hacer experimentos sobre la constancia de un amigo, como sobre la castidad de una esposa”. La constancia es el elemento que engrana la fidelidad, la lealtad y la gratitud. François de La Rochefoucauld describía, en sus Maxims de 1665, dos tipos de constancia en el amor; uno que proviene del descubrimiento continuo en el ser amado de nuevos motivos para el amor; y otro que proviene de hacer que la constancia sea el fundamento del honor.

La constancia en el amor engendra fidelidad y el fruto de ambas es la gratitud que las alimenta. Cuando esta cadena falla saltan las alarman y el status de error paraliza la relación. El error es una conducta atávica de la especie humana, que puede ser parcialmente reparada por la virtud.

La relación médico-enfermo es un poco todo esto en fusión armónica, cuando funciona correctamente; y es un mero matrimonio de conveniencia pasajera cuando el servicio es simple mercenariado o cuando la necesidad es simple interés pasajero. El paciente no puede ir al médico como si fuese de compras a El Corte Inglés o como si fuese buscando la misericordia de Cáritas o de La Cocina Económica. El médico no es un funcionario detrás de un mostrador ni un mecánico en un taller de coches, por mucho que se dedique a reparar máquinas biológicas; unas, con problemas de chapa; otras, con problemas de electricidad o carrocería; y muchas, con graves problemas en el motor. También hay máquinas biológicas que funcionan muy bien, pero con graves problemas en el estilo de conducción, que les impiden circular con normalidad en un mundo hiper-regulado y sometido al capricho de normas irrespetuosas con los diferentes, con los discapacitados, con los disidentes, con los que han aprendido que ser libres les permite no tener que decir amén a todo.

El paciente pone su vida en manos del médico, lo cual representa un acto de confianza suprema; el paciente cuenta al médico lo que no cuenta a nadie, asumiendo que el código hipocrático es tan sagrado como el secreto de confesión; el paciente se somete a las órdenes, a las instrucciones y a los remedios que el médico propone, con la ceguera de la fe. Ante esta entrega sublime, vulgarizada por la costumbre y sometida a los vicios de la beneficencia, el médico tiene que comprometer su vida, su honor, su profesionalidad con el paciente; entre ambos surgirá el afecto, la confianza mutua, la fidelidad y la gratitud, por lo que uno ofrece y el otro acepta, por lo que uno da y el otro recibe, por lo que uno explica y el otro entiende, y por lo que la naturaleza permite y la razón prohíbe.

“La causa más poderosa del error es la guerra existente entre los sentidos y la razón”, escribía Pascal en sus Pensées de 1670. Esta pugna es frecuente en medicina cuando la opinión se antepone al conocimiento o cuando la batalla se centra no en combatir la enfermedad con eficiencia científica sino en ganar guerras dialécticas para imponer un pensamiento hegemónico absolutista y dogmático. Sin embargo, siguiendo el pensamiento de Thomas Jefferson, expuesto en su primer discurso inaugural el 4 de marzo de 1801, “el error de opinión solo puede ser tolerado cuando la razón es libre para combatirlo”.

La violación, por parte del médico o del paciente, de los principios morales y profesionales que mantienen esta relación única, conduce a la desconfianza, al desinterés, al incumplimiento, al conflicto, al error y al litigio. Cuando el final de la relación se convierte en un divorcio, con connotaciones legales, la intervención tóxica de terceros, con intereses unilaterales, será irremediablemente destructiva, con desenlace insatisfactorio para las partes. Cuando el error, no infrecuentemente bilateral, es la causa del fracaso de la relación, entonces solo altas dosis de humildad y reflexión podrán traer concordia y raciocinio, minimizando el efecto traumático de la ruptura.

Lamentablemente, ya el sistema se encarga de que la relación médico-enfermo, salvo en Atención Primaria, no sea duradera y sectariamente conflictiva. Rara vez, en áreas de especialización, que requieren atención crónica, el paciente tiene siempre como interlocutor al mismo médico, prostituyendo la relación de unos y convirtiendo en polígamos a otros. Esta circunstancia afirma la despersonalización de la relación médico-enfermo, resta confianza y multiplica las posibilidades de error.

Muchos errores en medicina surgen de la mala comunicación, la desconfianza, la ignorancia, la inconstancia, el incumplimiento y el diagnóstico y/o tratamiento inadecuado. Unos errores son responsabilidad del médico; otros, del paciente y su entorno. Ambos contribuyen a dañar la relación. Unos y otros debieran entender, como señalaba Pearl S. Buck, que “todo gran error tiene un momento, a mitad de camino, en el que puede ser reconocido y tal vez remediado”.

Muchos errores surgen por la búsqueda inocente o interesada de verdades absolutas inexistentes, sobre todo en biología. Samuel Butler en Truth and Convenience ya anunciaba que “no existe mayor fuente de error que la búsqueda de la verdad absoluta”. Ni el paciente puede pedir imposibles a la ciencia médica, ni la medicina puede prometer lo que es incapaz de dar.

Cuando nos empeñamos en prometer soluciones a problemas irresolubles, cuando jugamos a ser Dios con pronósticos fabulatorios y con remedios mágicos, cuando novelamos enfermedades que son poesía sin rima, cuando no reconocemos los límites del conocimiento, estamos humillando la verdad. La mentira piadosa puede ser compasiva; la imprecisión, no. La confianza del paciente no puede ser burlada en el limbo de su ignorancia. El paciente espera que el médico sea el intérprete que rellene el vacío del conocimiento.

Charles Caleb Colton decía en Lacon que “la ignorancia es una hoja en blanco, en la que podemos escribir; pero el error es un garabato, que debemos borrar”. Es ilegítimo llenar hojas de garabatos basándose en el error; y cuando se hace, a la ignorancia y al error debe añadirse deshonestidad y falta de profesionalidad.

El mercado actual de la salud, con los intérpretes ocultos detrás de los cristales de las ventanillas, de las pantallas de los ordenadores o de la distancia telefónica, es hoy más vulnerable que nunca a dañar de muerte la relación médico-enfermo, privando a ambos del privilegio moral y emocional de la gratitud y la fidelidad, que a lo largo de la historia han hecho de la medicina el servicio más honorable y comprometido que un ser humano puede ofrecer a otro en aras del bienestar de ambos.

Cuando el binomio médico-paciente es intersectado por intereses políticos, administrativos, corporativos, industriales y económicos, se producen desvíos asintóticos que nunca benefician ni al médico ni al paciente sino a los elementos que fuerzan la intersección. Siendo, como es el médico, el principal beneficiario del progreso científico para servir con mayor eficiencia a sus enfermos, debiera estar alerta frente a las fuerzas diabólicas que persisten en mantenerlo en un status de proletario sometido.

Habitualmente, el conocimiento llega tarde al soldado raso, cuando la información se retiene en capitanías y generalatos. Por el contrario, el error siempre se desvía a las bases para no dañar a la cúpula. Fue Cicerón el que dijo en sus Filípicas que “cualquier hombre puede equivocarse, pero solo el idiota persiste en el error”. John Locke refinó la cosa en An Essay Concerning Human Understanding diciendo que “todos los hombres son susceptibles de error; y la mayoría de ellos están, por pasión o interés, tentados a ello”. Asumiendo el error como humano, dice Ilya Ehrenburg que “las personas rara vez aprenden de los errores de los demás, no porque nieguen el valor del pasado, sino porque se enfrentan a nuevos problemas”.

Ante los retos que plantea el futuro en la relación médico-enfermo, en términos de nuevas tecnologías diagnósticas y nuevos enfoques terapéuticos, médicos y pacientes necesitan resetear los principios de su relación, igual que los servicios médicos y la atención sanitaria, en general, tienen que renovar hardware y software (y quizá también “programadores de salud”).

Puede que al paciente le convenga entender, como diría William Blake, que “los errores de un hombre sabio dan mejor gobierno que las perfecciones de un tonto”; y al médico, asumir con humildad, como aconsejaría Bertolt Brecht, que “la inteligencia no es no cometer errores, sino ver rápidamente cómo repararlos con acciones que los hagan buenos”. Después de todo, no conviene olvidar, lo que ya anunciaba Clarence Day en This Simian World en 1920: “Este es un mundo duro y precario, donde cada error y dolencia debe ser pagado en su totalidad”.

17 oct 2021 / 01:00
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