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Halitosis Intelectual y la rara enfermedad de Pensar

No es nada original. Fue el republicano Harold L. Ickes en la obra de A.M. Schlesinger Jr, The Politics of Upheaval, el que acuñó lo de “halitosis intelectual”, refiriéndose al senador Long que había caído en la enajenación de creerse emperador del senado de Estados Unidos. Esta dolencia intemporal está muy extendida; es más contagiosa que el virus de moda; y es muy frecuente en los que confunden la verdad con la mentira, asumiendo con William James que no hay peor mentira que una verdad mal entendida por quien la escucha. Decía el lexicógrafo británico Samuel Johnson que “nos inclinamos a creer a quien desconocemos porque nunca nos ha decepcionado”. Esto a veces inclina el voto en política; pero, una vez en el ruedo, pronto se percibe el tufo del desengaño. Entonces caemos en las fauces del Jonathan Wild de Henry Fielding: “Nunca creas a un hombre que tenga razones para sospechar que te ha hecho daño”.

Los portadores de este síndrome anti-iconoclasta pertenecen a una fauna especial; son bombas de gas intestinal cargadas de pensamientos hediondos que narcotizan la vida pública. Tienen la habilidad patológica de dirigir sociedades anestesiadas con dificultad para pensar. Prometen un dinero que no tienen, una salud pública que han dinamitado con políticas incoherentes, y un bienestar social que han arruinado con una deuda histórica que lastrará el futuro de generaciones. Son ególatras y megalómanos que venden mentiras inmisericordes como verdades absolutas, sin el menor decoro, ignorando voluntariamente que “no hay verdades totales; todas las verdades son medias verdades; y quien intente tratarlas como verdades completas está engendrando el mal”, como diría A. N. Whitehead. La megalomanía es una forma de complejo de inferioridad que se estrella entre el deseo y la realidad; y la egolatría es el auto-culto de los idiotas.

Esta perversión mental les inclina a la tiranía; pero, como decía Ludwig van Beethoven de Napoleón, “después de todo, es un ser humano ordinario... que se colocó por encima de todos y se convirtió en tirano”. “Un país gobernado por un déspota es un cono invertido”, abocado a la ruina, apuntaba Samuel Johnson. En un discurso en la Cámara de los Lores el 9 de enero de 1770, William Pitt el Viejo ya advirtió que “donde termina la ley empieza la tiranía”; y el 22 de marzo de 1912, el presidente Theodore Roosevelt solemnemente exclamo: “Las únicas tiranías de las que los hombres, las mujeres y los niños sufren en la vida real son las tiranías de las minorías”. Lo peor de todo es si Joseph de Maistre y André Malraux, y otros antes, tuvieran razón al insinuar aquello de que cada país tiene el gobierno que se merece.

Tienden a tener un corte demagógicamente radical, sobre todo cuando el tema va con otros y no compromete sus intereses personales. Quizá los cultos hayan aprendido de Jean de La Bruyére en Les Caractères que “la forma más corta y mejor de hacer tu fortuna es dejar que la gente vea fácilmente que es en interés de ellos promover los tuyos”. Manejan muy bien los medios y las redes sociales para lapidar al contrario y lavar sus propias miserias. Convierten a la prensa escrita en hojas parroquiales sectarias cargadas de información manipulada. Nada nuevo. Ya Samuel Langhorne Clemens, conocido en el mundo literario como Mark Twain por sus obras The Adventures of Huckleberry Finn o Tom Sawyer, decía: “Los radicales inventan los puntos de vista y, cuando los han gastado, los conservadores los adoptan”.

Son insensibles al sufrimiento ajeno. Van por el mundo con largas túnicas de opulencia para ocultar sus calamidades internas. Son los que, parafraseando al presidente Harry S. Truman, se apuntarían a “es recesión cuando tu vecino pierde su trabajo; es depresión cuando tú pierdes el tuyo”. Son los que falsean la realidad o sacan conclusiones de lo absurdo para justificar políticas descabelladas. No se ruborizarían en defender que “algunas pruebas circunstanciales son muy fuertes, como cuando se encuentra una trucha en la leche”, por usar una ironía de Henry David Thoreau, para justificar cualquier despropósito. Son intolerantes a la tolerancia.

Aunque van de universitarios y doctores, nunca se enteraron que “en la universidad no te dicen que la mayor parte de la ley es aprender a tolerar a los tontos”, como expresaba Doris Lessing en su Martha Quest. Tampoco soportan la resistencia ni la oposición ideológica. Su absolutismo les convierte en fundamentalistas incapaces de diálogo abierto. Juegan con las cartas marcadas. Odian a quien no comparte sus fetiches decimonónicos. Son reyes de la beligerancia callejera donde se confunden sus olores. Son víctimas de su propia paranoia, combatiendo molinos de viento a los que llaman poderes profundos, de cuyo hedor son partículas.

Da la impresión, cuando se les ve, que están fuera de lugar. No encuentran acomodo en el escenario de la sana convivencia; lo cual recuerda, una vez más, a Samuel Johnson en sus disputas con Boswell en Oxford: “Una vaca es un animal muy bueno en el campo, pero la sacamos del jardín”. Hacen sufrir innecesariamente. Su poder asienta en la siembra del terror con la bandera de la enfermedad cómplice y la imposición del robo justificado de los impuestos para conseguir la ruina del lánguido creyente, del cobarde necesitado o del poderoso insurrecto.

Para Cervantes el miedo tenía muchos ojos y permitía ver cosas ocultas. Shelagh Delaney decía en A Taste of Honey “no temo la oscuridad exterior; lo que me aterra es la oscuridad interior”, cuyo mejor caldo de cultivo es la inseguridad, la incertidumbre, la debilidad, la falta de perspectivas, la ausencia de horizontes. El miedo casa bien con el sufrimiento. Decía Michel de Montaigne que “un hombre que teme sufrir ya está sufriendo de lo que teme”.

Siembran el terror en los débiles y prodigan el sufrimiento de aquellos a los que no pueden subyugar a sus caprichos. Acaso hayan leído a Hector Hugh Munro (Saki): “Cada reforma debe tener sus víctimas. No puedes esperar que el becerro engordado comparta el entusiasmo de los ángeles por el regreso del pródigo”. Pero no deben olvidar a Séneca: “Recuerda que el dolor tiene una cualidad excelente; si se prolonga no puede ser grave, y si es grave no se puede prolongar”; ni a John Milton en su Paradise Lost: “El dolor es una miseria perfecta; el peor de los males, que cuando es excesivo anula toda paciencia”.

Montan teorías de la nada basadas en especulaciones fútiles. Ven el mundo a rayas sobre un lienzo morado triste, que tapa la sangre de un toro moribundo curtido en la traición. No han entendido con Lord Byron que “todas las tragedias terminan en muerte y todas las comedias terminan en matrimonio”; ni se han fijado en Gordon Craig al premonizar que “la farsa es la esencia del teatro; la farsa refinada se convierte en comedia; y la farsa brutalizada se convierte en tragedia”. Tampoco prestaron atención a Edmund Burke cuando el 19 de febrero de 1788, durante el impeachment de Warren Hastings advirtió: “Una cosa puede parecer especiosa en teoría, y sin embargo ser ruinosa en la práctica; una cosa puede parecer mala en teoría y sin embargo ser excelente en la práctica”. La vida es un experimento cotidiano individual, que cada cual desarrolla como quiere o puede; pero la vida de una nación no puede ser un experimento en manos de quien se embriaga con teorías que emergen de un intelecto deforme. “Querido amigo, todas las teorías son grises, pero el árbol de la vida es verde”, decía Goethe. Hablan de lo que no saben y anteponen los intereses políticos al conocimiento científico. Leonardo da Vinci les diría: “Aquellos que están enamorados de la práctica sin ciencia son como un piloto que entra en un barco sin timón o brújula y nunca tiene ninguna certeza de hacia dónde va. La práctica siempre debe basarse en un conocimiento sólido de la teoría”.

Detestan la ortodoxia política con el verbo y son descarados buscadores del salario fácil con el peor estilo del parasitismo político clásico. Van de progres en vestimenta y dudoso aseo y anulan el pensamiento creativo, crítico, heterodoxo, innovador y audaz que les ensombrece.

Engalanan su mentalidad retrógrada con un velo de progresismo cavernícola. Son estrategas de la mentira (que pretenden convertir en verdad) a golpe de inveterada insistencia, ignorando que ya Franklin D. Roosevelt advirtió en 1939 que “la repetición no transforma una mentira en verdad”. Mucho antes, Esopo en sus Fábulas del s. VI a.C. había dicho: “Al mentiroso no se le creerá aunque diga la verdad”. Cultivan sin pudor la doctrina de Adolf Hitler: “Las masascaerán más fácilmente víctimas de una gran mentira que de una pequeña”.

Son moradores del país con bandera del “prohibido pensar”. En The Political Economy of Art, John Ruskin escribió: “Una de las peores enfermedades a las que la criatura humana es susceptible es la enfermedad de pensar”. El Cogito, ergo sum (pienso, luego existo) de René Descartes en su Le Discours de la Méthode no está de moda. William Shakespeare fue quien dijo en Hamlet que “nada es bueno o malo; el pensamiento hace que las cosas sean buenas o malas”; y Bertrand Russell, en sus conversaciones con Kenneth Harris, dejó claro que “la gente no parece darse cuenta de que se necesita tiempo y esfuerzo y preparación para pensar. Los políticos están demasiado ocupados haciendo discursos y no tienen tiempo para pensar”.

Tirando de sarcasmo, Oscar Wilde, en The Decay of Lying, escribió: “Pensar es lo más insalubre del mundo, y la gente muere por ello igual que muere de cualquier otra enfermedad”. El mensajito a los sabios oficiales, que se venden a los intereses de la causa, lo puso George Groddeck en The Book of It: “No sería nada malo que la élite del mundo médico fuera un poco menos inteligente, y adoptara un método más primitivo de pensamiento, y razonase más como lo hacen los niños”.

Hay mucho aprendiz de demócrata (con moral de tirano) con licencia para ladrar desde el púlpito del poder; mucho estúpido resentido y acomplejado; mucho tonto con pedigrí; mucho irresponsable con acta y salario público, carente de respeto por el cargo que ostenta y la buena voluntad de la gente que le avala con sus votos y con sus impuestos. Reescribiendo una frase del presidente Warren G. Harding en mayo de 1920 en Boston, habría que decirles que la necesidad actual de España no es heroicidad sino curación; no misericordia sino normalidad.

También nos vale una recomendación de John Fitzgerald Kennedy del 21 de julio de 1963, el mismo año de su muerte, en The Observer: “este país tiene que moverse muy rápido para no quedarse quieto”. Debieran aprender algo de un símbolo histórico de la libertad y la democracia, como Abraham Lincoln, que en su discurso inaugural el 4 de marzo de 1861 dijo: “Este país, con sus instituciones, pertenece a las personas que lo habitan. Siempre que se cansen del gobierno existente, pueden ejercer su derecho constitucional de enmendar, o su derecho revolucionario a desmembrarlo o derrocarlo”. Pero, para ello, hay que tener la valentía de pensar y actuar. Decía E.H. Harriman: “No es seguro mirar al futuro con ojos de miedo”. Tampoco debemos olvidar que “nunca se ha hecho un gran avance en ciencia, política o religión, sin controversia”, como afirmaba Lyman Beecher. Habrá que volver a Confucio: “El camino de un hombre superior es triple. Virtuoso, libre de ansiedades; sabio, libre de perplejidades; audaz, libre de miedo”.

18 oct 2020 / 00:00
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