Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h

La desgracia de ser una reina (I)

Dijo un gran historiador que “la historia es la política del pasado y la política es la historia del presente”, y por esa razón la historia hasta hace muy poco estuvo protagonizada casi exclusivamente por los hombres, que fueron los que tomaron las decisiones políticas y militares y quienes controlaron el poder económico y dominaron la vida cultural e intelectual. Las mujeres en la historia solían aparecer desempeñando un ‘estatus vicario’. Se llama así al hecho de que una persona desempeñe un papel social no por sus propios méritos, riquezas y capacidades de ejercer el control político o militar, sino por su grado de parentesco con quienes desempeñan esos papeles. Este era el caso de las reinas, que casi siempre no fueron más que las mujeres de los reyes y las hembras encargadas de garantizar la descendencia que permitiese mantener viva una dinastía.

De la historia de las vidas de algunas de ellas, consideradas como personas de pleno derecho por ser mujeres y no consortes del rey, podemos extraer grandes lecciones que nos dejarán muy claro que a lo largo de la historia de la humanidad el ser mujer, esposa y madre, fue fuente de muchas más desgracias que satisfacciones, en contra de lo que parece y debería ser. Estas lecciones nos serán de gran utilidad en el momento presente, pues si bien es cierto que vivimos en un mundo en el que ya desde hace años la palabra alcaldesa, no significa “esposa del alcalde”, y en el que cada vez más mujeres ejercen cargos de pleno derecho, sin embargo en la vida política el estatus vicario de algunas mujeres parece estar renaciendo de un modo verdaderamente curioso.

La historia de las mujeres debería ser una historia de pleno derecho y no otro compartimento más en el que se puede hacer currículo como historiador o historiadora, y en ella es fundamental escuchar la voz de las mujeres del pasado, conservada en los viejos documentos. Y eso es lo que intentaremos hacer con dos mujeres infelices, Catalina de Aragón (1485-1536), reina de Inglaterra y esposa de Henry VIII, y su sucesora en el trono Anne Boylen (1501 o 1507-1536).

El día 31 de mayo de 1529, ante el tribunal que había de dictaminar la nulidad de su matrimonio, Catalina se dirigió de rodillas de este modo a su marido y rey.

“¡Señor, os suplico por todo el amor que nos hemos tenido, y por el amor de Dios, que me hagáis justicia! Tened un poco de piedad y compasión de mí porque solo soy una pobre mujer extranjera nacida fuera de vuestro reino, y por eso aquí no tengo amigos y mucho menos ningún buen consejero.

¡Decidme Señor cuándo os he ofendido o cuándo he merecido vuestros reproches! He sido para Vos una buena, humilde y obediente esposa, intentando agradaros en todo momento, y nunca llevándoos la contraria. Siempre he aceptado con gusto todo aquello que pudiese agradaros, fuese poco o mucho, sin levantaros nunca la voz, ni poniéndoos mala cara.

He amado a todos los que Vos habéis amado solo para complaceros y sin buscar razones, ya fuesen mis amigos o enemigos. Durante veinte años he sido vuestra verdadera esposa, y conmigo habéis tenido varios hijos, a todos los que Dios dispuso llevárselos de este mundo, sin que yo hubiese hecho nada para merecerlo.

Y cuando por primera vez me poseísteis, ¡pongo a Dios por testigo! yo era una auténtica doncella, nunca tocada por un hombre, y Vos sabéis según vuestra conciencia que esto es cierto. Si hubiere causa alguna por la que la ley pudiese demostrar mi deshonestidad, o cualquier otro impedimento que justifique que me alejéis de Vos, con grado partiría para mi mayor vergüenza y deshonor. Pero si no lo hubiere, os suplico de rodillas que me permitáis quedarme y recibir justicia de vuestras propias manos.

Vuestro padre, el Rey, y mi padre Fernando, Rey de España, creyeron que mi matrimonio con Vos sería bueno y lícito. Por eso estoy asombrada al oír las habladurías que se han inventado en torno a mí, que nunca he perdido mi honestidad.

Con toda humildad os pido, ¡por caridad y por el amor de Dios, que es el único juez justo!, que suspendáis este juicio hasta que pueda recibir ayuda y consejo de mis amigos de España. Y si no deseáis concederme este especial favor, cúmplase vuestra voluntad y que Dios defienda mi causa”.

La causa a juzgar era muy sencilla. Catalina, hija de Isabel y Fernando, se había casado por un acuerdo diplomático con Arthur (1486-1502) príncipe heredero de Inglaterra, de 15 años de edad, y un año más joven que ella. El matrimonio no se consumó, pues el príncipe estaba enfermo y luego la casaron con Henry (1491-1547), que curiosamente siempre estuvo enamorado de ella. Tuvo cinco hijos, de los cuales cuatro murieron, sobreviviéndola su hija María Tudor (1516-1558), que sería reina de Inglaterra y a la que casaron con Felipe II (1527-1598), su sobrino.

El rey Henry quería un heredero y además estaba enamorado, en contra de lo que era usual, pues los reyes distinguían sus matrimonios de sus gustos y prácticas sexuales ampliamente liberales, a veces con ambos sexos, por lo que decidió casarse con Anne Boleyn, pero para eso necesitaba que el Papa anulase su matrimonio con Catalina. Teólogos, abogados y médicos defendieron que Catalina si había tenido relaciones con Arthur, lo que haría nulo el matrimonio con Henry, de acuerdo con los preceptos del Levítico, un libro del Antiguo Testamento.

Con Levítico o sin él el Papa no podía anular ese matrimonio, hubiese pasado lo que hubiese pasado, porque Catalina era tía de Carlos V de Alemania y I de España, un devoto emperador, cuyo ejército de mercenarios había saqueado Roma y los Estados Pontificios no dejando títere con cabeza. El Papa, que aún estaba refugiado fuera de la ciudad, no dio la razón a Henry VIII y sus teólogos, lo que precipitó la separación de Inglaterra de la Iglesia Católica y la creación de la Iglesia Anglicana, con el rey como su cabeza. Dicho sea de paso ese rey tenía conocimientos de teología y había sido un defensor de la Iglesia ante la reforma luterana. Era muy culto, a la par que enamoradizo, y cometió el error de querer estar enamorado de todas las mujeres a las que fue haciendo reinas para que le diesen un hijo varón, sin haberlo conseguido, por lo que acabaría siendo sucedido en el trono por su hija Isabel, a cuya madre Anne Boylen el rey había asesinado.

Catalina había sido educada desde su infancia para ser reina, y por eso conocía su destino. Henry le creó una corte, para entonces modesta, con 200 personas entre cortesanos y criados, y murió de enfermedad en el año 1536, el mismo en el que fue asesinada su sucesora Anne Boylen; siempre fue considerada por el pueblo inglés como la verdadera reina de Inglaterra, mientras insultaba a la nueva reina llamándola “zorra y puta”, como hicieron quienes posteriormente la juzgaron en Westminster.

Catalina fue la víctima de un sistema jurídico que definía a la reina solo como mujer del rey, cuando no permitía que las mujeres tuviesen el derecho de sucesión en el trono, como muy pronto iba a ocurrir en Inglaterra y ya había ocurrido en Castilla con su madre Isabel la Católica. Isabel fue “reina propietaria de Castilla”, un reino con 5 millones de habitantes, y su marido Fernando lo fue de la “Coronilla” de Aragón, así llamada porque solo tenía un millón de súbditos. Las dos coronas se mantuvieron separadas con este matrimonio real, en el cual el rey Fernando engañó a su esposa hasta el aburrimiento, mientras la reina miraba para otro lado.

Al contrario que Henry y Catalina, quizás ninguno de estos dos reyes hubiese amado al otro. Isabel sabía que debía distinguir el sexo del matrimonio y los dos del poder. Por eso eligió como consejero a un hombre que no ejercería de varón, pues era Cardenal, y se llamaba Cisneros. Ese cardenal, guerrero, jurista y humanista, nunca parece que aceptase la jurisdicción de Venus, ni que esa diosa le hiciese perder el sentido. Al contrario reformó su orden, los franciscanos, que como casi todas las demás, era lo que se llamaba una verdadera Babilonia, con frailes que no vivían en los conventos, ni cumplían ninguno de sus votos, volviendo a poner orden en su Iglesia. Fue eso lo que permitió que Isabel fuese una mujer libre, pues en su vida nunca el amor, ni mucho menos el sexo, interfirió con el interés político. La hija de Isabel, Juana, llamada “la loca”, cosa de la que los historiadores consideran que no hay ninguna evidencia, cometió el error de dejarse aconsejar por un marido del que estuvo enamorada, y no por un consejero neutral. Eso le costó morir encerrada y aislada en un convento de Tordesillas, en el que la mantuvo su padre el rey Fernando para intentar lograr que un nuevo varón accediese al trono de Castilla. Juana fue víctima del amor y del matrimonio, y no tuvo la suficiente frialdad para manejar sin piedad los resortes del poder.

(Continuará)

15 nov 2020 / 00:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.