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La mayor obra maestra para convencer a un rey

Pintora y profesora titular de la UVigo

Siempre que voy a Madrid, recupero el viejo hábito estudiantil de visitar asiduamente el Museo del Prado. Afortunadamente a la hora de comer, aún se puede volver a disfrutar, del privilegio, de pasar un rato a solas ante el cuadro de los cuadros, Las Meninas.

Cuando España seguía siendo la potencia mayor y más respetada, con nuestros ejércitos desplegados por la mayor parte del mundo conocido, en una Europa más pequeña que la actual, enfrentada por cuestiones políticas y religiosas, con los otomanos a las puertas de Viena. Un año después de la muerte del gran rey, Felipe II, nacía en Sevilla Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, bautizado el 6 de junio de 1599 en la iglesia de San Pedro.

En estos agitados tiempos, la vida de Velázquez, a excepción de sus dos viajes a Italia, transcurrió, entre sus años de formación en Sevilla, ( por entonces la ciudad más importante de España, cuna de grandes artistas, centro del tráfico de Indias, en la que residían las gentes más poderosas de la nobleza, el clero y el comercio, protectoras de las artes) y posteriormente en Madrid.

Después de una existencia dedicada a pintar tantas obras maestras, finalizó Las Meninas en 1656, cinco años después del segundo y último viaje a Italia, cuando fue distinguido por el Rey como Aposentador Real, además del cargo de pintor de Cámara que ya ostentaba. En este cuadro de madurez, lo que más impresiona es su composición, su orden, su organización, porque en el barroco velazqueño destaca el amor por la mesura del clasicismo, que huye de las espirales y sesgos oblicuos. Las Meninas es un cuadro entonado en una increíble gama de grises, animada por pinceladas de distinto grosor y dirección.

El orden de los fondos neutros, que jalonan una perspectiva aérea equilibrada por una serie de elementos verticales y horizontales, y un bellísimo y sutil despliegue de colores fríos que nos dan el efecto de penumbra, ante el que resalta el elegante arabesco formado por los ademanes de los protagonistas del cuadro. Un nuevo sentido realista anima al pintor fundado en la aguda observación del natural y en la consecución de su propio camino, en el que va eliminando todo lo superfluo, centrándose en la unidad ambiental lejos de impactantes claroscuros.

La suave curva ondulante, guiada por las cabezas de los personajes, que ocupa la mitad inferior del cuadro y comienza con Nicolás Pertusano, ( cuyo traje rojo tanto admiraron Goya y Picasso ) en la parte baja del lateral derecho, y culmina en el autorretrato del pintor, en la parte alta izquierda. En el conjunto maravillan las gamas de grises azulados y neutros de los trajes de las damas y el blanco plateado del de la Infanta, elaborados a base de las manchas más audaces. Todo está sugerido, nada definido. Lo único contundente es el perro, sustentados por el plano del suelo, de un apagado amarillento, que define una zona perfectamente iluminada.

Velázquez supo subordinar la perspectiva lineal, y librarse de la exactitud académica del dibujo, para centrase únicamente en lo que ve y plasmarlo con exactitud, con una técnica esencial, con sencillez . Él reconoce, sin titubeos, las pinceladas y los tonos que convienen en cada lugar, esa es la gran lección de toda su obra y más de Las Meninas.

Podría decirse que este cuadro es un tratado del más elevado arte de pintar, el culmen de la sabiduría pictórica. Un cuadro de sugerencias, no de definiciones. Tras el mastín las formas se disgregan paulatinamente. La imágenes del fondo, en penumbra, son apenas manchas. Los monarcas en el espejo realizados con la máxima simplicidad y parquedad matérica. Unas pinceladas largas, anchas o sueltas definen objetos, resaltados por fondos de colores neutros.

La frase “Velázquez pinta el aire”, alude a su extraordinario dominio en las gradaciones tonales, principalmente de grises, que lo hacen el maestro indiscutible de la perspectiva aérea. También modela las figuras en su justo término, sin evanescencias ni durezas. Utiliza matices en los que resalta algunos elementos, para que nada rompa la unidad colorística general.

El cuadro cromáticamente es portentoso, en la armonía de los tonos. El acorde en cálidos de los personajes principales, sostenidos por ocres, rojizos y pardos apagados, en contraposición con los fríos del fondo. Ligeros y expresivos toques casi negros. La pincelada fluida, la calidad de la materia, la originalidad del color, la exactitud de los efectos. Con pocos y precisos trazos define el personaje del fondo a contraluz, la calidad de la madera de la puerta, con una verticalidad luminosa necesaria, los adornos del traje de la infanta realizados con pequeños trazos, las sugerencias del pelo de la propia infanta y los demás personajes. Las pinceladas sesgadas, en las mangas de la niña, las telas de las faldas, los toques atrevidos, la simplificación de las manos, las calidades táctiles y los matices íntimamente ligados con la tonalidad ambiental , con todo ello consigue el equilibrio y la unidad total del cuadro.

En Velázquez no hay excesos, ni demostraciones gratuitas de virtuosismo técnico. Sin embargo, en medio de toda esta gama de armonía suprema, revolotean, sutilmente, como pequeñas mariposas, unas pinceladas rojo bermellón, muy bien integradas e imprescindibles para la ambientación general. Se inician débilmente, en el lazo del pantalón de Pertusano, y siguen otra curva ondulada, en las lazadas de las mangas de Isabel de Velasco, bajan a la de la infanta, ascienden a las breves manchas del adorno en el escote, muy breves en el prendido del pelo y se hacen fuertes, redondeadas y llamativas en el búcaro ( que tanto ha dado que hablar ) ofrecido por Agustina Sarmiento.

Tras otras brevísimas pinceladas, en la paleta del pintor, da un salto demasiado largo y sesgado a la cortina del espejo. Pero algo falta entre esas dos notas rojas, en la gran mancha negra, casi perdida en el fondo, del traje del autor, realzado y a la vez velado, por la muy audaz línea ligeramente inclinada del bastidor del cuadro, que está pintando.

Algo necesitaba esa obra portentosa, guiada por un espíritu sublime. Obra misteriosa de la que no hay datos de quién la encargó ni para qué. Muy sencillo es necesario un grafismo rojo y lineal, que secunde los ángulos formados por los pinceles y el tiento. Felipe IV, gran coleccionista, uno de los mayores entendidos en pintura de su tiempo, ( y muy probablemente la elite tan culta que propició el Siglo de Oro ) sí comprendió la sutil y magistral artimaña de su admirado pintor, no podía dejar aquella gran obra maestra incompleta.

Así, salvando todos los obstáculos, el 28 de noviembre de 1658, Velázquez obtuvo el ansiado nombramiento de Caballero de la reconocida Orden de Santiago y pudo añadir la Cruz al cuadro. Dos años después el 6 de agosto de 1660, moría, a las 3 de la tarde, en Madrid, el Maestro de los maestros y fue enterrado, con todos los honores como Caballero de Santiago.

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