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Los aforados

Suelen designarse a las épocas históricas con etiquetas que condensan su sentido. Así, hablamos del Siglo de las Luces, o de las Edades de Oro y Plata del algunas literaturas. Los historiadores del futuro tendrán que adjetivarnos de alguna u otra manera, pero es muy posible que una de las cosas de nuestro tiempo que les suscite más curiosidad sea nuestra agudeza y arte del ingenio verbal. Cada día se lanzan al aire palabras nuevas y todos las asimilamos entusiasmados, y discutimos con la misma pasión con la que se vive el fútbol las características de las vacunas del COVID o los siniestros porcentajes que marcan día a día el compás de la vida y la muerte. Hay hoy Modernistas, que se entusiasman con la vacuna de Moderna, Pfizeristas, Astra-zenequistas, o nostálgicos camaradas de la vacuna Sputnik, que si se constituyesen como colectivo tendrían nombre de grupo de rock de los años sesenta del pasado siglo.

Hemos descubierto el concepto metafísico de presencialidad, o esencia de la presencia, sin complementarlo con el de ausencialidad, o esencia de la ausencia, que debe ser reivindicado como justificación ética y jurídica a la vez que avale nuestro derecho de no asistir nunca a los lugares en los que deberíamos estar; de la misma forma que ya hemos llegado al acuerdo de que todo trabajo puede ser teletrabajado, porque es sabido que todos los trabajos del mundo consisten en darle a un teclado delante de una pantalla. Pero si hay algo que está causando furor son los aforos, definidos en su origen, esencia y desarrollo, y aplicables a cines, teatros, aulas, comercios, playas y espacios en general.

Es tal nuestro dominio del lenguaje que quizás debiésemos reciclar las viejas palabras para así poder describir mejor el mundo con ellas. Podríamos proponer que se llamase aforismos a las incesantes normativas que regulan los aforos, aforados a los sujetos pasivos que las cumplimos, aforamiento a la condición o estado de cumplir el aforo, quitándoles a los políticos el monopolio de discutir si están ellos aforados o no, a la hora de ser juzgados, porque ellos sí que tienen un fuero, o régimen jurídico excepcional y privilegiado, cuyo origen proviene de la Edad Media.

Podríamos hacer a continuación una breve descripción de un tipo especial de aforamientos, los universitarios, aforamientos que son dobles, pues tienen un sentido jurídico que dimana del artículo 27.10 de la Constitución que dice: “se reconoce la autonomía de las universidades en los términos que la ley establezca”, teniendo en cuenta también el artículo 9.1 de la misma, que establece que: “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, lo que se puede traducir en términos coloquiales diciendo que las universidades no son la casa de tócame Roque, sino instituciones que tienen que cumplir todas las leyes en vigor en cada uno de los aspectos que les atañen. Por eso es fundamental que estén regidas por unas buenas leyes, y son buenas leyes aquellas que tienen claros cuáles son sus propósitos, y además las que saben articularlos de un modo sistemático, racional y en armonía con el resto del ordenamiento jurídico vigente, velando siempre por el interés general y administrando sus medios económicos de la forma más eficaz y rentable que se sea posible.

Por desgracia esto ha dejado de ser así en las universidades, que viven en un auténtico caos normativo provocado por incesantes cambios, apenas están coordinadas entre sí y sirven más a los intereses profesionales y corporativos de sus empleados: profesores y administrativos y personal de servicios, que al bien de sus alumnos y la sociedad en general. Y esto es posible porque se han convertido en organismos de dimensiones desmedidas, hipertrofiados y envenenados por la ansiedad de controlar verbal y formalmente todo, con el fin de no controlar nada en realidad.

Pondremos un ejemplo, antes de hacer unas pequeñas observaciones -tan bien intencionadas como conscientes de su inutilidad- en relación con la futura LOSU (Ley Orgánica del Sistema Universitario, supongo) que el gobierno ha permitido presentar al Congreso en otoño, cuando venga la vendimia y comience la caída de las hojas de los árboles. Se trata de nuestro académico aforamiento, regulado hasta la saciedad por nuestros particulares aforismos.

Hay que comenzar por decir que la pandemia del COVID ha sido y seguirá siendo una tragedia que no se puede tomar a broma y que la mayor parte de las medidas sanitarias para frenarla han tenido mucho sentido, entre ellas la limitación de la ocupación o aforo. Ya Koch, el descubridor del bacilo de la tuberculosis, había estudiado su transmisión en el aire, ya sea por su propagación por impactos: voz, estornudos, o por los aerosoles que flotan en el aire, como lo hacen el humo del tabaco y el polvo en una habitación.

Partiendo de ello se procedió con razón a limitar los aforos para evitar la concentración de aerosoles por metro cúbico de aire en un recinto, lo que lleva a limitar el número de asistentes y a mantener una estricta ventilación. Todo correcto. Pero cuando en las distintas universidades se procedió a limitar los aforos reales se actuó bajo el poder de todos los vicios que pueden regir su funcionamiento.

Primero se partió del principio de negación de la realidad, según el cual en la universidad todo podía seguir igual, a pesar de que casi todo era imposible. Por eso se defendió en toda España que la docencia real podría ser sustituida sin problema por la imaginaria o virtual. Se sabía que eso era imposible en muchas carreras, en las enseñanzas prácticas, en los laboratorios y en muchísimas actividades, pero no se quiso decirlo para evitar recortes, posibles y lógicos cierres temporales, y regulaciones de empleo. Se hizo así sin tener en cuenta el daño que se le podría hacer a los alumnos, porque se partió de la idea de que los alumnos no quieren aprender, sino solo aprobar. Y es que si se aprende se aprueba, pero sabemos que también a veces hay quien aprueba sin aprender casi nada.

El método a seguir fue el siguiente: a) -se fijó un número de alumno por hora y aula; b) -se hicieron rotaciones con los bloques resultantes; c) -se pudo hacer así que un bloque asistiese a clase realmente y los demás viesen la retransmisión de la clase. Naturalmente lo lógico habría sido situar a los grupos más grandes en las aulas más grandes, pero como puede ser complicado a veces no se hizo así, sino de un modo mecánico, creando grupos al azar dividiendo el alumnado por el aforo, caiga quien caiga.

Guiados por la rigidez burocrática, algunos centros establecieron rotaciones temporales, de modo que unos alumnos irían a clase semana sí y semana no, o una de cada tres, sin pensar que podrían estarlos obligando a viajar de su casa a su campus constantemente. Como nuestros alumnos son seres inteligentes descubrieron el principio de ausencialidad, que dice: “si me tengo que conectar al ordenador cada dos semanas y viajar sin parar, ¿por qué no me puedo conectar siempre, si las clases tienen la misma calidad?”. El razonamiento es impecable, y explica la bajísima asistencia a clase del alumnado o su conexión inteligente al ordenador: “me doy de alta en la sesión y quito la cámara”.

Aquí ha habido una confusión básica, derivada del principio de negación de la realidad. Y es que la enseñanza a distancia, o virtual, es distinta a la física en sus métodos, formas, y a veces contenidos. Esa enseñanza, que no se puede aplicar a todos los estudios, se basa en los principios de: autonomía del alumnado, entrega previa de todos los materiales de cada materia, régimen tutorial permanente, y seguimiento digital parcial. En esa enseñanza hace falta un número reducido de profesores, como se puede comprobar si examinamos las plantillas de la UNED y su número de alumnos o las del UOC (Universitat Oberta de Catalunya). Las grandes universidades públicas tendrían así que optar por despedir a gran parte de sus plantillas si creen que ese es futuro. La Universidad Europa de Madrid así lo ha hecho ya.

Pero aún hay otra confusión, que consiste en confundir aforo y contenido, o pretender que los profesores repitan como loros sus clases a cada grupo, comprimiendo el programa, de modo que en derecho romano la Ley de las Doce Tablas se convierte en la de las Cuatro, porque el profesor tiene tres grupos por el aforo del aula.

Esto es uno de los muchos ejemplos que se podrían poner, y que nacen de los vicios que lastran nuestras universidades. Sería esencial corregirlos con la nueva ley, que tendría que intentar los objetivos siguientes: cambiar el sistema de gobierno gremial por otro funcional y racional; lograr el control público de las universidades y reorganizarlas, sea por Autonomías, o a nivel estatal, fundiéndolas, optimizando recursos, cerrando o trasladando centros y reestableciendo la movilidad del profesorado; cambiar los sistemas de acceso a la docencia y suprimir las agencias de acreditación, inútiles por su burocracia y costosísimas; y por último poner la universidad al servicio de sus alumnos y hacer que deje de ser la sierva de los currículos de sus profesores.

11 abr 2021 / 01:00
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