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¿Pero quién manda ahí?

Si fuese rector de una universidad pública reivindicaría el derecho a la eutanasia, a la mía, entiéndaseme bien. Como no lo soy no necesito adelantar la inevitable cita, pero de lo que estoy seguro es de que, sea cuando sea, no me llegaría el tiempo para poder desvelar a la gente el más oscuro de los misterios: ¿quién manda de verdad en las universidades?

Se trata de una cuestión ardua y difícil de desentrañar, por lo cual, siguiendo el sabio consejo dado por R. Descartes en sus Reglas para la dirección del Espíritu, será mejor tratar la cuestión por partes, avanzando de lo sencillo a lo complejo. Podríamos comenzar por decir que si alguien nos puede poner una condición para conseguir lo que queremos, entonces es que dependemos de él. Y si en vez de una condición son muchas, entonces es que dependemos mucho de él. Las condiciones se dividen en dos: las necesarias, que son aquellas que se deben cumplir en primer lugar si se quiere conseguir algo, y las que son necesarias y suficientes, que son aquellas que nos permiten lograr nuestro objetivo con solo cumplirlas.

El principal problema que tienen nuestros rectores es que se les imponen condiciones desde los cuatro puntos cardinales: se las impone el gobierno central, el autonómico, sus propias universidades y todos y cada de los colectivos que las componen, de tal manera que suelen acabar más liados que un guardia de tráfico en un monstruoso atasco. Si tuviésemos que describir la situación legal de las universidades en las que los rectores viven, se mueven y ejercen su cargo, podríamos decir que están entre un pandemonio jurídico, un batiburrillo legal, una ensalada normativa y una macedonia reglamentaria. Cada uno de estos niveles interacciona con los otros tres vértices de un cuadrado, que a veces en su perversión puede llegar a ser verdaderamente satánico.

Si todos los caminos del infierno están plagados de buenas intenciones, los universitarios además de ello forman un verdadero laberinto, que se podría publicar entre los demás pasatiempos de un periódico, como los crucigramas y las sopas de letras, que tienen en común con la legislación académica que pueden leerse en las cuatro direcciones, y además en diagonal.

Hemos vivido una sucesión o rosario de estados de alarma, en los que normas de todo tipo se han dictado desde todas las instancias, de modo sucesivo, y a veces improvisado, por lo que estuvieron plagadas de contradicciones, enmiendas, y de todo tipo de cambios de criterio y rumbo. Sobre las universidades recayeron las normas estatales y autonómicas, pero además se les exigió que hiciesen las suyas propias al albur del viento dominante en cada momento. En las universidades no ha habido erte, y en ellas se quiso dar la imagen de que todo seguía funcionando y estaba controlado. De ser cierto habría resultado milagroso. Si así se hizo creer fue para no dañar su imagen de universos perfectos que viven en sus bolas de cristal, y porque en ellas se cree en el mito de la normativa perfecta, que todo lo contempla y todo lo puede resolver, lo normal y lo excepcional, pues hasta las excepciones se pueden programar y resolver con plena satisfacción. Y eso no solo no puede ser, sino que además es imposible.

Si nuestro rector arquetípico fuese el capitán del Titanic, la naviera le habría exigido que zarpase con el naufragio planificado. Entonces habría tenido que meter pasaje y tripulación, exceptuando los servicios esenciales, en los botes salvavidas al salir del puerto y mantenerlos con raciones de supervivencia. Al llegar a la zona de los icebergs muchos habrían muerto de frío, pero eso sí, siguiendo el plan de evacuación anticipado. Para cumplir ese plan a la perfección el capitán, al ver el iceberg, y para dar satisfacción a la naviera y demostrar los bien que evacuaba el Titanic, lo habría lanzado a toda máquina y de frente al témpano, con lo que habría salvado a los supervivientes previamente no congelados, pero a costa de hundir su barco. Parece estúpido, pero da la impresión de que esto es lo que se quiere exigir a las universidades: que nunca fracasen y que todo en ellas sea de color de rosa. Podría pedírseles también que sus rectores fuesen unicornios, animales a la vez fabulosos y de gran prestigio.

Si un rector fuese un general que tuviese que iniciar una campaña, se le exigiría un detallado plan de ataque y otro o varios alternativos por si fallase el primero, y a su vez un plan de retirada o varios. Como tendría que ejecutarlos todos, y no lo podría hacer si ganase la batalla a la primera, lo lógico es que comenzase ya con la retirada, ya que, como estaba tan bien planificada, sería una pena no llevarla a cabo.

Así se razona en las universidades, cuando todo se quiere planificar de los pies a la cabeza y de la mañana a la noche. Y se razona así porque se las ha convertido en máquinas burocráticas, dotadas de unas plantillas de administrativos que no serían necesarias si no se complicasen adrede los procedimientos, y no se detrajesen de las administraciones públicas miles de funcionarios que serían necesarios para mejorar otros servicios, como por ejemplo la sanidad.

La función crea el órgano, decían los antiguos biólogos. En las universidades es el órgano el que crea las funciones. Y como los órganos crecen a veces con metástasis las funciones pasan a ser obsesivo compulsivas, y además autorreferenciales. Las normas lo tienen que controlar todo para que la norma que controla las normas se quede plenamente satisfecha con las normas que se crean solo para que ellas las controle. Por eso la autonomía universitaria se convierte en una autoevaluación perpetua.

Existen organismos evaluadores de la docencia y la investigación como la Aneca y sus 17 equivalentes autonómicas, y todas las siglas que se quieran añadir. Ellas dictan las condiciones que establecen quién puede ser profesor y cómo, y cómo se puede ascender de una categoría a otra. También dicen quién debe investigar, qué debe investigar y con qué medios. Los cientos de condiciones necesarias, y a veces también suficientes –a veces excesivamente suficientes con la financiación –son impuestas a profesores, investigadores, gobernantes estatales y autonómicos, y por supuesto a las autoridades universitarias, que se quedan en el medio de un fuego cruzado.

Las agencias de control de la docencia y la investigación dicen qué se enseña, cómo se hace, y qué se puede investigar. Los políticos, que no tienen que saber ni lo que se enseña ni lo que se investiga nada más que de oídas, pues tiene muchísimas cosas que atender a la vez, buscan dinero para esto se haga, a petición de los rectores de las universidades. Los rectores tampoco pueden saber ni lo que se enseña ni lo que se investiga nada más que de oídas, pues no son unicornios, sino profesionales de un campo muy específico.

Pero claro, los rectores han sido democráticamente elegidos por los miembros de sus universidades y con un sufragio proporcional, en el que los votos de profesores y administrativos lo deciden casi todo. Como todos los gobernantes electos quieren lograr el poder, aumentar su poder y mantenerse el mayor tiempo posible en el poder. ¿Cómo pueden lograrlo? Con los votos, claro, si quieren acceder al cargo. Unos votos a veces negociados o pactados, como lo eran los de las Cortes y Parlamentos de la Edad Media, en los que cada uno de los estamentos pedía su parte. Pero eso no es suficiente porque las universidades solo son autónomas dentro del marco que establecen las leyes, no tienen autonomía financiera, sino que viven del gasto público, y no están reguladas por las necesidades del mercado, sino por los criterios de evaluación, a los que se subordinan académicos y políticos. Sus rectores son capitanes del Titanic agobiados por los armadores que quieren practicar perfectos naufragios, generales expertos en preciosas retiradas estratégicas en las que nada falla, excepto la victoria Y así, día a día, van cumpliendo sus funciones entre el pandemonio jurídico, el batiburrillo legal, la ensalada normativa, y la macedonia reglamentaria, que a veces intentan mejorar, como hizo el canonista Graciano en la Edad Media, que publicó su Concordancia de los Cánones discordantes a petición del Papa. Pero, claro, como no tienen el apoyo papal, a veces empeoran la discordancia de los cánones discordantes, que cada día cambian desde los cuatro puntos cardinales. Por eso digo que si yo fuese rector reivindicaría mi derecho a la eutanasia.

25 jul 2020 / 23:57
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