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{tribuna libre}

El bar Venezuela

    Llueve, y llueve a diario, no como ahora. Los universitarios conquistan calles y plazas. La revuelta por el insoportable alquiler de los pisos calienta motores. Se desbordaría en la bisagra de los ochenta, cuando el rector Suárez Núñez nos mandó para casa de vacaciones a principios de diciembre. Franco del Carro era un redactor de fachadas, que llegó a desquiciar a algún director de oficina bancaria, según se cuenta en el libro de textos y fotos que acaba de publicar Antón Lopo. La calle Santiago de Chile se convirtió en el Harlem estudiantil, donde las ventanas estaban siempre abiertas a la comunicación, los cubos de agua y el cine entre edificios. La radio emitía en onda media, mientras se abría a la información y a la madrugada. Las Marías aún paseaban del ganchete por la Alameda y la zona vieja.
    El patio y el salón de actos de La Salle eran la envidia. Los buses costaban una peseta y el Metropol era el mejor cine de la ciudad, hoy un inmueble residencial en Doutor Teijeiro, calle de afamadas y concurridas cafeterías, como el Royal, el Miami y el Maycar, que también tenía club en el sótano, establecimiento aún vivo hoy. Por supuesto no había aparcamientos subterráneos y las calles no estaban pintadas de azul ORA ni tenían arbolitos, que llegarían con la llamada humanización. Las primeras copas se tomaban en las galerías Viacambre y las siguientes en Liberty, Pop-Pool y Yohakin. El Círculo Mercantil aún brillaba, cual hervidero de partidas de dominó –cuyos campeonatos ganaba habitualmente mi padre–, damas y naipes, en el pazo de Bendaña y ahora sede de la Fundación Eugenio Granell.
    En la vecina rúa Nova estaba el bar Venezuela –hoy el Moha–, que atendían Arturo y su familia, y un camarero que corría como una centella de la mañana a la noche. Al cruzar la cafetería entrabas en un pasillo que te llevaba al comedor. Aún recuerdo el pimentón de la sopa y los casilleros de las servilletas. Los estudiantes comían y cenaban, y a la hora del café las tertulias ensordecían el local, mientras una señora daba las buenas tardes al telediario. Por allí pasó lo mejor de cada casa, como me recordó Fernando Bellas el otro día, en cuya habitación descubrí a Cat Stevens. Eran tiempos en los que se fumaba a todas horas y en todas partes. La conversación era general, se practicaba con pasión y era mucho más social que las redes de Internet. Aquello no era hablar por hablar.

    El autor es periodista

    25 jun 2017 / 20:49
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