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{ EL SONIDO DEL SILENCIO }

Cólera. La epidemia más espantosa

El sábado 13 de noviembre de 1831 a las once de la mañana el catedrático de la recién creada Universidad de Berlín, y el más célebre de los filósofos de Alemania, comenzó a quejarse de fuertes dolores de estómago. Su esposa llamó a un médico que acudió a las dos y le diagnosticó una irritación estomacal, recetando la aplicación de una cataplasma de mostaza en el abdomen. Poco tiempo después comenzó a sentirse peor y tuvo un vómito con sangre. Su esposa Marie estuvo junto a él despierta toda la noche.

Al día siguiente Hegel se sintió muy débil y se desvaneció al ir hacia el sofá. Lo llevaron a la cama y se quedó dormido. Volvió el médico, que le aplicó de nuevo otra cataplasma de mostaza. Su situación empeoró. El filósofo se quejaba de que no podía orinar y le asaltó un hipo incontenible. Se llamó a otro médico, y antes de que llegase, Hegel comenzó a temerse lo peor. Sabía que la ley obligaba a un doctor a solicitar la presencia inmediata de otro, si había sospecha de cólera. Decidió aparentar normalidad para no asustar a su familia, pero a las tres de la tarde comenzó a sentir calambres en el pecho y a no poder respirar. Se quedó dormido. Hacia las 4.45 la respiración se hizo más débil y su rostro se quedó helado. A las 5 llegó a la casa su amigo Johannes Schulze, y de nuevo los médicos, que certificaron su muerte por cólera, quizás la plaga más virulenta y más temida.

El cólera es una enfermedad que provoca una diarrea aguda, acompañada por vómitos y que produce una deshidratación que puede ser mortal. Está causada por el Vibrio cholerae, aislado por Robert Koch en 1883. Su tasa de mortalidad en una epidemia aguda es de entre el 50 y el 70 %. Está documentada en toda la Tierra y casi en todas las épocas de la historia, aunque sus descripciones clínicas más fidedignas son las posteriores a 1830.

Nuestro filósofo murió tras un curioso tratamiento a base de cataplasmas de mostaza, que entraría en la definición que hizo Norman Howard-Jones en 1972: “En toda la historia de la terapéutica anterior el siglo XX no hay ningún capítulo más grotesco que el del tratamiento del cólera, que básicamente fue una forma de homicidio benévolo”. Se hacía a base de purgas, eméticos y sangrías, acompañadas a veces por el uso del opio y el calomelano, el antimonio, el bismuto, el arsénico, el alcanfor, la mostaza y el aceite de castor, de crotón y la quinina. En la India se utilizó a veces la cauterización con hierro y en París la ingestión de agua caliente o las lavativas. Hasta que se inició el tratamiento con suero salino intravenoso en 1830 no hubo claras mejorías en el tratamiento, aunque en realidad no fue efectivo hasta después de 1900, cuando se comenzaron a esterilizar las vías para el suero.

La historia del cólera tiene sus primeros testimonios en la India, como señala William McNeill. Un viajero portugués, Correia, narra cómo en 1503 vio morir a 20.000 hombres del Ejército del rey de Calicut “de una enfermedad repentina que les atacaba el vientre y que acababa con ellos en ocho horas”. Volvió a verla en Goa en 1543, y otro portugués, García da Orta, en 1563, también en Goa. Le llamaron colerica passio, y decían que los hindúes la llamaban moryx y los árabes hachaiza.

Los viajeros portugueses fueron los primeros en describirla, pero pronto casi todos los países de Europa aportaron nuevas descripciones. En Holanda con Jan Huygen van Linscoten para Goa en 1584, en Francia con Vincent Le Blanc, también en Goa en 1585. Luego las descripciones se ampliaron a Indonesia. Llegaron los ingleses con Thomas Percival en 1788 y los escoceses con James Lind, que en 1760 llamaba a la enfermedad mordechin.

Fueron los médicos militares ingleses del Ejército colonial los que comenzaron a hacer descripciones más precisas, por los efectos de la plaga entre los soldados y los peregrinos, cuyos desplazamientos, hacinamiento y escasa higiene favorecían la transmisión. La descripción de uno de ellos es la siguiente: “La enfermedad estalló con una ferocidad terrible y acabó con gran número de personas”. En octubre de 1787 el cólera hizo estragos en Arcot y Vellore. En lo que se refiere a su estallido, el Dr. Davis, del hospital de Madrás, señala: “Hallé en el llamado Hospital de las Epidemias tres enfermedades diferentes de los pacientes que sufrían el cholera morbus. Una fiebre inflamatoria con temblores agudos, otra con afección espasmódica del sistema nervioso, que es diferente al cholera morbus. El médico del regimiento me informó que la última de estas enfermedades había sido fatal para todos los que la habían sufrido, llevándose a 27 soldados en unos días. Me mostraron a cinco pacientes con pulso muy débil, casi imperceptible, con sus ojos hundidos en las órbitas, las mandíbulas desencajadas, los cuerpos helados y las extremidades lívidas”.

Continúan las descripciones en el siglo XVIII en la misma India, pero en 1814 apareció en los barracones del cuartel de Fort William entre las tropas inglesas. Fue a partir de entonces cuando la epidemia saltó los límites de la India y pasó a Bengala y luego al resto del mundo. Muchos especialistas creen que la gigantesca ofensiva que vamos a resumir pudo deberse a que el microbio responsable de la enfermedad pudo sufrir una mutación genética, que le permitió convertirse en el quinto jinete del Apocalipsis.

Conocemos siete oleadas de expansión del cólera a partir del siglo XIX. La primera de ellas fue en 1817.y comenzó en Bengala en el mes de julio. Dos meses después ya tenemos noticia de 25.000 enfermos en Calcuta, de los que murieron 4.000. Tres meses más tarde llegó a Delhi y Mumbay, y de allí pasó a Ceilán, Birmania, Siam, Singapur y las islas Filipinas, entre los años 1819 y 1820. Al año siguiente ya estaba en Java, China, el oeste de Persia e Irak, donde la llevó un Ejército persa que sitiaba Bagdad. De Irak pasó a Siria y luego a Egipto, extendiéndose poco a poco por el Mediterráneo. En pocos años se extinguió, siguiendo su propia dinámica.

La segunda oleada comenzó en 1824 en el delta del Ganges, donde quedó contenida por dos años. Pero en 1827 pasó a Persia desde el Punjab, llegando en 1829 al mar Caspio, por el que penetró en Rusia alcanzando Moscú en 1830. Ese mismo año el Ejército ruso la llevó a Polonia y se difundió por el mar Báltico a Berlín y a Viena en ese año en el que moría Hegel. Pero en octubre ya había conseguido alcanzar Inglaterra, donde llegó por mar desde el puerto de Hamburgo. Los médicos debatieron si eran necesarios o no los confinamientos y sobre qué medidas había que tomar en la higiene y en el tratamiento.

No consiguieron nada porque en 1832 rebrotó en Inglaterra y alcanzó Escocia, llegando a París el 24 de marzo, causando 7.000 muertos en solo dos semanas. Como era de suponer cruzó el Atlántico y en junio ya había llegado a Quebec y Montreal, dominios británicos. Se cree que fueron los emigrantes irlandeses los que la portaron en el navío Carricks, que perdió 42 de sus 173 pasajeros en alta mar. De Canadá pasó a New York y en julio ya estaba en Filadelfia, iniciando también su particular “conquista del oeste”.

Desde el Caribe llegó a España y Portugal en 1833 y de aquí pasó a Italia en 1835. Solo en La Habana entre febrero y abril murieron 8.253 de sus 65.000 habitantes y en agosto 15.000 en la ciudad de México, de donde pasó a América central. Fue la primera pandemia mundial bien conocida, y en ella se pudo ver como las adecuadas respuestas de muchos gobiernos, que había aprendido las lecciones de la experiencia, consiguieron mitigar mucho el daño.

La tercera pandemia se inició de nuevo en la India y fue llevada a Afganistán por las tropas coloniales inglesas en 1838, pasando a China en 1840. Allí se estancó hasta que en 1846-1847 alcanzó de nuevo Persia y Asia Central, llegando al mar Negro y al mar Caspio. Atacó con furor en 1848 en Arabia, Polonia, Suecia, Holanda, Alemania, Escocia e Inglaterra, alcanzando de nuevo París; y cruzando el Atlántico llegó a New York y New Orleans. Por tren y por mar llegó a California y a lo largo de 1851-1852 ya estaba difundida por toda Europa y ambas Américas. Fue en esa pandemia cuando el gran médico John Snow llevó a cabo su descripción y análisis de la enfermedad y su transmisión. La enfermedad remitió por sí misma.

Hasta que llegó la cuarta pandemia, que se inició en 1863 y duró nada más y nada menos que entre 10 y 12 años. Solo en La Meca murieron 90.000 peregrinos. Se difundió de nuevo por toda Europa y América y, siguiendo su curso natural, había desaparecido en 1874.

La quinta pandemia comenzó en 1881 y duró hasta 1896. Fue durante ella cuando el gran Koch logró aislar al causante del desastre con sus estudios llevados a cabo en Alejandría y Calcuta. De ella podemos obtener una gran lección, y es que New York consiguió impedir la entrada del cólera, que había asolado por ejemplo a Hamburgo, pero no ocurrió lo mismo en Latinoamérica, ni en el Próximo Oriente, China y Japón.

La sexta pandemia se desarrolló entre 1899 y 1923, y siguió la misma pauta que las anteriores: India, Próximo Oriente, Egipto, Rusia, Balcanes. Hubo episodios aislados en Europa, sobre todo en Hungría, y en el oeste de China, Japón, Corea y Filipinas, pero en general el hemisferio occidental quedó a salvo.

La séptima pandemia transcurrió entre 1961 y 1970, y siguió la misma pauta de expansión que las anteriores. Pero en ella la medicina contribuyó mucho más a su control, gracias a los logros obtenidos con sus estudios en Egipto, la India, Bangla-desh y Filipinas, sobre todo por varios equipos de investigación de universidades de EE. UU.

De toda esta historia podemos obtener varias lecciones. La primera es que son los médicos los que pueden curarnos. Y que lo esencial en una enfermedad es ante todo poder diagnosticarla con claridad y saber cómo es su curso clínico: comienzo, desarrollo y fin. Sin diagnóstico no hay medicina. Lo segundo es que si no conocemos científicamente su causa, u origen, no podremos hacer casi nada que no sean cuidados paliativos. Si no eliminamos la causa nunca eliminaremos el efecto; y por último, que es necesario saber si se contagia o no, y sí es así cómo lo hace. Si no se trata de una enfermedad de contagio rápido que pueda causar una epidemia –como ocurre con la inmensa mayoría de las enfermedades– la lógica de los médicos siempre será otra.

Y quizás la última lección es que debemos dejar de lado las explicaciones más o menos difusas, como son a veces las que culpan de todo a la dieta, al clima, a los aires, a los miasmas, e incluso a la influencia de la luna y los planetas.

15 abr 2020 / 20:32
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