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{ EL SONIDO DEL SILENCIO }

La fama y la muerte. Escenas de 1918

    uando la muerte viene a llamar a nuestras puertas, sean cuales sean las circunstancias, tenemos la sensación de que la vida no vale nada y no somos nadie. Este es un sentimiento compartido, exprésese o no con lo que es ya una frase hecha. Filósofos como M. Heidegger definieron al hombre como “un ser para la muerte”, porque creyeron que el conocimiento de nuestra mortalidad hacía casi imposible darle un sentido a nuestra vida. Sin embargo, a lo largo de la historia todas las culturas han conseguido darle un sentido a la muerte, mediante el duelo, los ritos de tratamiento de los cadáveres, y sobre todo gracias a la conservación en la memoria de los vivos del recuerdo de los muertos. y con las diferentes creencias en la inmortalidad y la vida más allá de la muerte.

    El recuerdo y la memoria de los muertos, ya sea en la guerra o en la paz, y ya sea cuando la muerte sobreviene de forma prematura o por el curso natural de la vida, se mantiene en primer lugar en el ámbito de cada persona, de cada familia y de cada comunidad. Los romanos decían: de mortuis nihi nisi bonum, lo que dicho de otra manera significa que de nuestros muertos solo debemos conservar los recuerdos buenos, y que la memoria de los difuntos en general depende de lo que hayan hecho en su vida, desde el nivel más modesto hasta el más alto escalón social.

    A eso se le conoció con el nombre genérico de fama. TY esa fama, ese derecho a ser recordado en mayor o menor medida fue distinta según fuesen las actividades humanas . La primera fama que conocemos es la gloria militar, que los griegos llamaban kléos. En la Ilíada se le ofrecen a Aquiles dos alternativas: morir joven en la guerra y ser cantado por los poetas del futuro, o morir viejo en la cama de un modo anónimo, cayendo luego en el olvido. Aquiles prefiere la primera opción, y su gloria será compartida en la historia por miles de soldados, héroes y gobernantes. Pero los griegos también pensaron que la gloria podía ser un patrimonio de la ciudad democrática, y que todos los caídos en la guerra podían ser celebrados colectivamente. Y así lo hicieron en Atenas construyendo un gran cementerio militar, en el que los nombres de los caídos se recogían en una gran inscripción y llevando a cabo cada año una ceremonia que conmemoraba ese recuerdo. Así se haría de nuevo tras la guerra de 1914-1918 con sus caídos.

    La fama siempre estuvo en relación con la vida y la obra de las personas, y por eso griegos y romanos escribieron libros sobre los “hechos y dichos memorables” de reyes, guerreros, pero también de filósofos, escritores, y de las mujeres y sus hechos en la guerra y en la paz. En la literatura española tenemos una obra maestra sobre la fama, que es la de Jorge Manrique. Dice el poeta: “Estos reyes poderosos/ que vemos por escripturas /ya pasadas,/ con casos tristes, llorosos,/ fueron sus buenas venturas/ transtornadas;/ así que no hay cosa fuerte/ que a papas y emperadores/ y prelados,/ así los trata la muerte/ como a los pobres pastores / de ganados.”

    Para J. Manrique, por una parte, el pasado parece no tener importancia: “No curemos de saber/ lo que de aquel siglo pasado/ qué fue dello;/ vengamos a lo de ayer,/ que tan bien es olvidado/como aquello”. Eso sin embargo solo vale para la gran historia, porque, cuando se trata del recuerdo personal que todos tenemos de nuestros muertos, como el poeta de su padre, la cuestión es muy diferente. “Aquel de buenos abrigo,/ amado por virtuoso/ de la gente,/ el maestre don Rodrigo/ Manrique, tanto famoso/ y tan valiente,/ sus grandes hechos y claros/ no cumple que los alabe, pues los vieron,/ ni los quiero hazer caros,/ pues el mundo todo sabe/ cuales fueron”. Y sigue: “Amigo de sus amigos,/ que señor para criados y parientes!/ ¡Qué enemigo de enemigos!/¡Qué maestro de esforzados/ y valientes!”. Su padre era un guerrero: “No dexó grandes thesoros/ ni alcanzó grandes riquezas/ ni baxillas, más hizo guerra a los moros/ ganando sus fortalezas y sus villas”.

    Pero lo más importante del poema es su final: “Así con tal entender,/ todos sentidos humanos/ olvidados, cercado de su mujer/ y de sus hijos y de hermanos/ y criados,/ dio el alma a quién se la dió/ el cual la ponga en él/ y en su gloria; y aunque la vida murió,/ nos dexó harto consuelo/ su memoria”. Es esa memoria de algunos casos de la gran epidemia de 1918, la que evocaremos a continuación, para ver tanto historias desupervivencia como de consagración de la memoria en la política y en las artes.

    1- En el imperio británico.
    El 11 de septiembre de 1918 el Primer Ministro David Lloyd George llegó a Manchester para recibir la medalla de Libertad, la máxima condecoración de la ciudad. Fue recibido como un héroe, y al llegar la tarde fue sorprendido por una intensa lluvia. Al día siguiente pronunció una brillante arenga prometiendo la victoria en la guerra, y al llegar la noche, un discurso para cerrar una cena en su honor. Allí comenzó a sentirse mal y se retiró a su hotel en el que permaneció nueve días en la cama.

    El gran otorrino Sir William Milligan le diagnosticó la gripe, pero se ocultó esta información al público para no desmoralizar a un país en guerra y dar esperanzas al enemigo. Se dijo que la enfermedad era solo un catarro, a pesar de que en Manchester había 100.000 enfermos de gripe y habían muerto ya 322. El enfermo empeoró y se decidió por eso dar a conocer la noticia. El 21 de septiembre se le pudo trasladar a Londres, al haberse recuperado ligeramente, y de allí se retiró a su residencia en West Sussex para pasar la convalecencia. Consiguió reponerse y pudo viajar a Francia, donde mantuvo una reunión sobre la guerra desde un hotel de Versalles. Al final se recuperó, consiguiendo así salvar a Inglaterra de una grave crisis política en plena guerra.

    El 2 de octubre de ese mismo año Mahatma Gandhi, tras la muerte de su hijo y su nuera por la gripe, contrajo la enfermedad a sus 49 años en Ahmedabad, donde se había retirado para hacer meditación y plegaria. Estaba pendiente de ingresar en el hospital de Bombay para ser operado, pero como sufría de una diarrea aguda renunció a la operación y se dispuso a morir. Los médicos comenzaron a alimentarlo con leche de cabra, incumpliendo una prohibición religiosa, y le obligaron a guardar cama. Su vida, como la de Lloyd George, era esencial para la causa de la India, y por eso sus médicos querían salvarlo a toda costa. A los tres días se recuperó y comenzó a ingerir alimentos sólidos. Pero muchos tuvieron menos suerte. Entre junio y diciembre hubo en la India 17 millones de fallecidos. Solo en Bombay entre el 10 de septiembre y el 10 de noviembre fallecieron 20.258

    Los médicos de la ciudad, desesperados, recomendaron dormir al aire libre, lejos de las casas mal ventiladas, y usar desinfectantes. Se recetaron gárgaras con permanganato potásico; los hospitales se llenaron de enfermos de neumonía y se habilitaron escuelas, pero los médicos huyeron de la ciudad. Sobrevino la hambruna, el agua se contaminó y los administradores ingleses decidieron abandonar a la población a su suerte. Los hospitales no podían ni retirar los cadáveres, quedaron tirados por las calles sin poder ser incinerados. La negligencia del poder político selló la catástrofe.

    2- Viena.
    El genial pintor Egon Schiele había sentado cabeza y decidido cuidar de su esposa embarazada, dejando de lado su afición por mujeres menores de edad en el imperio austro-húngaro (o sea, de 25 años). En el mes de febrero había visitado a su amigo Gustav Klimt, enfermo de gripe, tomando precauciones para no ser infectado.

    Pero Schiele era de constitución débil, y a pesar de la epidemia, que se llevó a su esposa el 27 de octubre, decidió seguir trabajando para expresar los horrores de la guerra y la plaga. Se contagió, y de él se dijo en su funeral: “no solo ha muerto poco después de que el movimiento de la Secesión alcanzase renombre mundial, y antes de haber podido ser el pintor más rico y famoso de Viena. Murió a la vez que el Imperio austro-húngaro”. Con él se fue “el pintor expresionista que era la mayor de nuestras esperanzas del nacimiento de un mundo nuevo”. Solo tenía 28 años”. La fama de Schiele ya no era política ni militar sino artística e intelectual y gracias a ella pervive en nuestra memoria.

    3- París
    Llegó del frente de guerra a París el teniente Guillaume Apollinaire (1880-1918), herido en combate en la cabeza, y sometido a una trepanación en el hospital de campaña. Dos amigos lo recogieron en la estación y le contaron la noticia de la llegada de la gripe, que ya había causado más muertos que la guerra.
    A los cinco días de su llegada él y su esposa Jacqueline se habían contagiado de la enfermedad. El día 8 su mujer llamó al médico, que pudo comprobar cómo la piel del poeta se había vuelto negra. Y al día siguiente por la tarde el poeta falleció.

    En su funeral, y tras un misa, pues fue considerado como un funeral de estado, se hizo su elogio fúnebre, incorporando en cierto modo al poeta maldito a la Pléiade de las letras francesas. Su ataúd llegó a la iglesia de Santo Tomás de Aquino envuelto en la bandera nacional, con el casco de teniente del poeta encima, rodeado de flores y guirnaldas. Lo escoltó una guardia de honor, con una escuadra a cada lado, y tras el ataúd marchaba su familia: su madre y su esposa, vestida de luto y todavía muy débil, que había sobrevivido a la enfermedad. Le seguían Max Jacob y Pablo Picasso y todo el mundillo de la prensa y la literatura de París.

    Cuando llegaron a la esquina del boulevard Saint-Germain, apareció una multitud entusiasta, que celebraba el final de la guerra. El pintor Fernad Léger y su amigo Cendars se indignaron de que París estuviese de fiesta el día de la muerte de Apolinaire y se fueron por su cuenta al cementerio del Père Lachaise. Como no encontraban la tumba le preguntaron al sepulturero, que les dijo que no podía ayudarles, porque se acababan de enterrar dos tenientes y no sabían de cuál de los dos sería la tumba. Cendars le dijo a Léger que no crea que Apolinaire hubiese muerto de verdad y que un día reaparecería, porque no estaba en el reino de los muertos, sino en de las sombras. Los dos estaban hablando junto a la tumba de Allan Cardec, el creador del espiritismo. Su lápida decía: “nacer, morir, nacer una y otra vez sin llegar al final. Esta es la ley”.

    Sirvan estas evocaciones como recuerdo a la memoria de todos los que hayan padecido y padecerán nuestra nueva gripe española.

    01 abr 2020 / 22:41
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