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Obituario

Faustino Menéndez Pidal de Navascués

Director honorario de la Real Academia de la Historia y gran maestro de los estudios heráldicos (1924-2019)

    Con el ánimo sosegado, pero todavía dolorido, evoco y rindo tributo a la figura ilustre de Faustino Menéndez Pidal de Navascués, fallecido en la noche del pasado 20 de agosto en su casa palacio de Cintruénigo, en el viejo reino de Navarra. A punto casi de cumplir los 95 años de edad, los leves achaques de su mala salud de hierro nunca lograron mermar su envidiable inquietud y vitalidad intelectual, que mantuvo intactas hasta el último instante.

    Aunque se formó en la Politécnica de Madrid como doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos (1952 y 1964) y ejerció como tal durante no pocos años, su acusada vocación por el saber histórico acabó por imponerse. A mediados de los años setenta y gracias a la comprensión y amoroso apoyo de Inés, su gran mujer, esta otra dedicación dejó de ser mero apéndice o complemento de aquélla y se convirtió en el pilar de una larga y fecunda trayectoria intelectual.

    Reconocido dentro y fuera de España como el más destacado especialista en el estudio de los emblemas heráldicos, formó parte de las más importantes instituciones de la especialidad; menciono, sólo como ilustración, la Académie Internationale d'Héraldique, de la que fue vicepresidente y consejero, el Comité Internacional de Sigilografía (Conseil International des Archives), del que fue "experto asociado", o la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, de la que fue director y finalmente director honorario. Resalto, asimismo, que en abril de 1991 fue elegido académico numerario de la Real de la Historia, la cual ya había acogido antes a su tío abuelo -el siempre celebrado don Ramón- y a otros parientes próximos. En octubre de 1993 leyó su denso discurso de ingreso, que se cuenta entre los más brillantes y maduros de los allí pronunciados en tan solemnes ocasiones: Los emblemas heráldicos. Una interpretación histórica. No sobra recordar, tampoco, que en 2009 fue elegido vicedirector de esa docta casa y que, tras la muerte de Gonzalo Anes, en marzo de 2014, desempeñó la dirección efectiva hasta su designación como director honorario en diciembre de ese mismo año.

    Su carácter proverbialmente prudente, sencillo y sobre todo discreto se vio justa y felizmente violentado por la concesión de no pocas distinciones y premios (entre ellos el Príncipe de Viana de 2011), pero nunca facilitó el empeño de quienes, en diferentes momentos, quisimos brindarle público reconocimiento y proclamar al tiempo nuestra devoción intelectual hacia su persona y obra. En mi caso, desde luego, no oculto aquí lo que es bien sabido; esto es, mi afecto personal, viejo y grande -sobre todo grande-, y mi mayor admiración por la largueza y profundidad de sus saberes. Añado de seguido, mi gratitud -que es deuda que el tiempo ha acrecentado- por su magisterio generoso y paciente de tantos y tantos años; de esto último procede, como fácilmente puede comprenderse, mucho o todo de lo poco que yo he aportado al conocimiento de las armerías medievales y del fenómeno emblemático heráldico en general.

    Como no podía ser menos, en estos días he rememorado el momento en que nos conocimos, hace ya más de medio siglo, siendo él ya un reconocido especialista en el estudio de la materia heráldica; se comprende, por ello, la nitidez de mi recuerdo y la importancia misma que siempre he concedido a aquellos primeros años, por lo que supuso para mí ir descubriendo de su mano tantas y tantas parcelas ocultas, o no bien exploradas, de un asunto tan afín a mis inquietudes, no del todo satisfechas en las aulas universitarias. Apunto que, por aquel entonces, en España todavía pervivían los viejos prejuicios -algunos justificados- que condenaron a la disciplina heráldica y dieron pie a ignorar la propia materia que la sustenta. Por fortuna, de entonces acá se ha logrado un paulatino y profundo cambio en cuanto a la percepción y aprecio de ambas. De ello he tenido el privilegio de ser testigo de excepción y guardo naturalmente infinidad de recuerdos y vivencias...

    Como una de las primeras experiencias, suele venir a mi memoria el curso de Heráldica que organizamos desde la cátedra de Paleografía y Diplomática de la Universidad Complutense y que se desarrolló a lo largo del mes de mayo de 1983; por lo que alcanzo a saber, fue el primero de los celebrados en las aulas de la universidad española. De lo que vino después, que ha sido mucho y casi todo bueno, hay sobrados testigos directos y algún que otro protagonista circunstancial. Pero siempre, de manera determinante, resaltó la presencia de Faustino Menéndez Pidal, cuyo prestigio amparaba o avalaba todas las iniciativas, al tiempo que sus investigaciones contribuían decisivamente a avanzar hacia un mejor y más exacto conocimiento del fenómeno emblemático heráldico, precisando sus orígenes, su desarrollo y, sobre todo, el sentido y carácter de sus manifestaciones. De ahí, de todo, la apertura de caminos nuevos, algunos incluso insospechados, y sobre todo la consolidación y desarrollo de un nuevo enfoque, definido como histórico-social, pues atiende al mayor interés de la vertiente humana del fenómeno y mucho menos a los aspectos meramente formales; en esto, justamente, es donde se descubre su mayor mérito científico.

    Aunque omito, naturalmente, el detalle de la amplia producción científica de Faustino Menéndez Pidal, no puedo menos que destacar la gran trilogía que maduró y publicó durante su largo y plácido otoño vital. Los títulos son elocuentes por sí mismos: Los emblemas heráldicos. Novecientos años de historia (2014), La nobleza en España: ideas, estructuras, historia (2015) y Los sellos en nuestra historia (2018). La indudable importancia y reconocido eco de estas y otras obras anteriores, que son su legado imperecedero, sólo puede explicarse por el perfecto maridaje de una mente privilegiada, extraordinaria, y de una vida apasionadamente entregada al estudio y la investigación.

    Todo lo dicho, pero en particular esto último, resalta y engrandece todavía más una de las muchas virtudes que adornaron y definieron a Faustino Menéndez Pidal como un hombre esencialmente bueno. Me refiero, claro, a su ejemplar generosidad intelectual, marcada antes de nada por su incondicional disposición, siempre paciente y constante hacia cuantos nos acostumbramos a importunarle, recabando una y otra vez -insistentemente- su magisterio, su ayuda o su simple parecer; esta es una deuda más y bien grande que queda en su haber. Confío en que la inconmensurable gracia divina lo recompensará. Descanse en paz.

    31 ago 2019 / 23:19
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