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Josefa Andrade Pérez

"Le ofrecí coñac a mi padre para anestesiarlo antes del garrote vil"

Hija de O Foucellas, emblemático guerrillero antifranquista ejecutado en A Coruña en 1952 ·· Con doce años, un padre fugitivo en el monte y una madre deportada a Valladolid, se presentó sola ante el gobernador civil de la capital herculina para pedirle que terminase con el acoso que sufría de la Guardia Civil

Recuerda haber pasado su niñez, su adolescencia y su juventud sola. "Siempre sola". Acompañada, eso sí, del desgarro emocional de una familia reventada por la Guerra Civil y la represión franquista.

Josefa Andrade, Pepita, cometió el error por el que pagaría toda su vida, ya antes de nacer. Ser fruto del amor de una mujer valiente y un hombre comprometido con los valores de la libertad y la República, o Foucellas. Con este apodo, cedido por su aldea natal, en el municipio de Mesía, fue conocido Benigno Andrade, uno de los más emblemáticos activistas de la guerrilla antifranquista gallega, "la más incisiva y duradera de España", según el historiador Bernardo Máiz. O Foucellas, nacido en 1908, fue uno de los hombres del monte, que, entre toxos y zulos, "no sólo huían de la represión del franquismo sino que luchaban por la causa del pueblo, por la libertad", según su hija.

La batalla de su padre supuso un caro peaje para la familia de Pepita, que quedó estigmatizada por rebelde en un país en guerra, donde todo valía para acabar con el peligro rojo. También separar a una madre viuda de vivo de sus hijos, aún sin cumplir los diez años.

Mujer de sensibilidad extrema y emoción a flor de piel, Pepita mantiene hoy el arrojo que se vio obligada a demostrar sin ser todavía adolescente. "Con seis años, ya sobrehilaba cualquier ropa. Mi madre se había encargado de que yo aprendiera a leer y escribir y también a coser", recuerda. El empeño materno fue su vía de escape cuando el enfrentamiento fratricida la dejó "sola en el mundo". "Mi madre fue desterrada a Valladolid, donde murió después. Mi hermano se quedó con unos tíos y yo con mi abuela, una mujer maravillosa, pero que también murió. Entonces me puse a coser por las casas. Tenía 12 años y me ofrecía en casas buenas para coserles la ropa. Ellos me daban 10 pesetas y la comida", cuenta la hija de o Foucellas.

Tal vez fue el imprescindible instinto de supervivencia o la falta de miedo de quien cree no tener nada que perder lo que empujó a Pepita no solo a seguir adelante sino a luchar por su derecho a ser feliz. Contaba aún doce años cuando se rebeló contra el acoso de la Guardia Civil, que intentaba sonsacarle el paradero de su padre. No fue pensado, pero sabe que lo haría otra vez si se viese en la misma situación. Una mañana paseaba por los cantones de A Coruña "llorando, porque estaba sola". "Entonces en la calle Real vi la parte de atrás del edificio del Gobierno Civil, di la vuelta y me acerque a la puerta", recuerda. Y continúa: "Había allí dos guardias de la Policía que me preguntaron qué quería y respondí que era la hija de o Foucellas y tenía que hablar con el gobernador. Me preguntaron si tenía audiencia... pero yo no sabía ni qué era eso. Aun así, me dejaron pasar. Entonces salió un señor muy alto y dijo que era el secretario y que me pasaría al despacho del gobernador".

La entrada en esta dependencia dejó una nítida fotografía en la memoria de Pepita: "Había un pasillo larguísimo, al fondo una puerta abierta y una foto de Franco colgada en la pared". Pese a lo imponente de la situación, siguió adelante y pidió al gobernador Fernando Hierro que pusiese fin a las acosantes visitas de la Benemérita a su casa. "Vienen todos los días y yo estoy sola, y no puedo más", le dijo.

Conmocionado por las palabras de una niña, Hierro respondió "con un trato cariñoso, muy, muy humano" y puso fin a la situación. "Desde entonces no volvieron a mi casa, iban a la de un vecino y me interrogaban siempre con gente delante", reconoce Pepita.

La comprensión de un alto cargo del franquismo no le resulta tan extraña. "Mucha gente de derechas apoyó a mi padre, muchos se sorprenderían si supiesen quiénes lo acogieron en sus casas", dice, pero también que "muchos decían de él que era un bandolero y un vividor". Para ella era un hombre justo, comprometido, que visitaba a su familia disfrazado "y pasaba la noche con nosotros".

Además lo recuerda como un hombre sereno incluso en el momento de su ejecución. "Mi padre no tuvo la suerte de otros guerrilleros. No murió en un enfrentamiento, lo hirieron en una pierna para luego apresarlo vivo y torturarlo". El 9 de marzo de 1952, o Foucellas era detenido en A Regueira, en Oza dos Ríos. De allí lo trasladaron a la cárcel da A Coruña, donde fue condenado a muerte mediante garrote vil. Sus dos hijos lo acompañaron hasta media hora antes de ser ejecutado. Pepita lo recuerda marcada por el trauma "que no se pasa con el tiempo. Es más, se agranda". "Yo le ofrecía coñac. Le decía ‘papá, bebe’, con la esperanza de que se emborrachase y estuviese medio anestesiado en el momento en que lo mataran. Para que no sufriera", confiesa. Tampoco ha podido olvidar, pese a haber pasado medio siglo ya, la respuesta de su padre: "Tranquila. No quiero beber, no quiero estar borracho porque muero consciente de que muero por mis ideas y por la libertad, que yo no voy a ver, pero que espero que vosotros, mis hijos, podáis disfrutar algún día".

28 oct 2008 / 03:30
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