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El puente de la Academia

    Podría resumirse la misión de la Academia y del Consello da Cultura diciendo que debieran ser un puente entre el gallego y los gallegos. Sobre ese puente tendrían que transitar las personas para encontrarse con su lengua, y la lengua para fundirse con el conjunto del país. Demasiado poético, dirán algunos con una leve sonrisa de escepticismo en el rostro.

    Puede ser. Hubo un tiempo, sin embargo, en que ese nexo existía. No hay que remontarse siglos atrás para dar con un galleguismo intelectual esforzado en tender amarras entre el idioma y el país, con un método que combinaba firmeza en las ideas y afabilidad en las formas. A eso se le llamó piñeirismo, aunque no fuese Piñeiro el único en practicar esta pedagogía.

    García-Sabell, Sixto Seco, Dónega y otros nombres de la pléyade renunciaron a ser jefes de una pequeña tribu endogámica, para depositar semillas de galleguismo en todos los sectores, grupos e ideologías. El galleguismo tribal no se lo perdonó, y por eso los castiga con esa maldición de olvido que se reserva a los traidores.

    Las primeras normalizaciones lingüísticas de la autonomía salen adelante gracias a ese trabajo pontifical que logra convencer a los políticos y a la sociedad de que el gallego no es un patrimonio del nacionalismo, sino una propiedad comunal. Existen en aquellos tiempos extremistas que se esfuerzan en vincular el futuro del idioma con el del nacionalismo, pero carecen del liderazgo que tienen Piñeiro y los suyos.

    ¿Qué hubiera sido de la lengua si en aquellos momentos cruciales no existiera el galleguismo conciliador? Pues que se habría convertido en santo y seña exclusivo de una tendencia política minoritaria. Ramón Piñeiro y los demás lo tenían muy fácil para ganarse el aplauso de los que ahora abominan de su memoria; bastaba con salir a la calle sosteniendo pancartas llenas de exabruptos. No lo hicieron, y la convivencia lingüística fue posible.

    La Academia y el Consello da Cultura están ahora en una disyuntiva parecida. Pueden servir de puente entre el idioma y la mayoría social del país, o quedarse en la misma orilla donde vociferan los intolerantes. Lo más fácil y nocivo es hacer lo segundo. Convertirse en una versión baja en calorías de las plataformas les reportará una momentánea comodidad, pero a costa de que esa Galicia mayoritaria los vea como algo ajeno, en el mejor de los casos, o claramente hostil.

    La alternativa a ser rehén de los ayatolás del idioma no es echarse en brazos de Feijóo para hacer de palmeros suyos, sino influir con el diálogo, tal y como hicieron los galleguistas y académicos de antaño. Como se recordará, ninguno de ellos se convirtió al fraguismo, y sin embargo influyeron notablemente en su política cultural y lingüística.

    En suma, ejercieron el papel del auténtico intelectual comprometido. Seguro que ahora hay más de un académico y consejero dispuesto a zafarse de ese abrazo del oso de las asociaciones que sólo persiguen la confrontación mediante huelgas y manifestaciones. ¿Darán el paso, o se resignarán a seguir la senda que marcan los que no quieren puentes?

    En esa decisión están en juego muchas cosas. Entre ellas, el liderazgo social de dos instituciones que nacieron para acercar orillas mediante la lengua. A un lado una sociedad deseosa de una normalización cordial, y al otro las tribus que quieren que la lengua sea suya. Hay que elegir compañía.

    CLRODRIGUEZ@ELCORREOGALLEGO.ES

    12 ene 2010 / 21:51
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