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la moviola del ruedo ibérico

La última intentona del franquismo

“Aquí no se muere nadie”, editorializaba ‘Cambio 16’ en la primavera de 1977, cuando apenas faltaba mes y medio para la celebración de las primeras elecciones de la restauración democrática. Era el retorno de los brujos: los ministros del franquismo que aspiraban a un escaño en el Congreso y que en su inmensa mayoría serían barridos por las urnas

El semanario que en 1977 lideraba la información política de la prensa española no se andaba con medias tintas: "Aquí no se muere nadie", decía en uno de sus editoriales bajo el título El retorno de los brujos, "como lo demuestra el hecho meridiano de que la política española cuente entre sus protagonistas a muchos de los protagonistas de la Guerra Civil y que no haya ministro de Franco que parezca resistir la tentación de liarse la manta a la cabeza y salir a la cancha electoral para dar su do de pecho o su fa de espaldas".

Cambio 16 añadía: "El caso de Carlos Arias Navarro raya en lo patológico. Uno de los hombres que ha ocupado todos los escalones de la dictadura, que vivió hasta las heces los horrores de la guerra y la posguerra, que dirigió la represión política durante tantos años, que encabezó y estrelló un intento esperpéntico de liberalismo franquista, que intentó bloquear la democratización política anunciada por la Corona... resucita ahora para buscar de nuevo el poder. ¿Qué más poder quiere usted, don Carlos Arias?".

Lo más sorprendente era que Arias Navarro había elegido a Manuel Fraga y a su inicipiente organización Alianza Popular para presentarse ante el electorado: "Ya sólo falta", se decía desde las principales tribunas periodísticas del país en 1977, "que le imiten Pilar Primo de Rivera, José Antonio Girón de Velasco, Raimundo Fernández Cuesta y el marqués de Villaverde para convertir Alianza Popular en un verdadero partido de sombras".Al frente de aquella formación, con Fraga en primer lugar, se encontraban algunos de los ministros más significados del franquismo. Fue, posiblemente, el mayor error de cuantos habría de cometer el león de Vilalba en su larga e intensa vida política. Un error que echó por tierra la imagen de hombre centrista, profundamente vinculado a las democracias occidentales, que había conseguido labrarse durante los dos años ejerció como embajador de España en Londres.

La presencia de Arias Navarro en sus listas, aunque no tardaría en desaparecer políticamente del mapa, fue la estocada definitiva que alejó a Fraga de la galaxia centrista y liberal que en adelante lideraría Adolfo Suárez al frente de una constelación de pequeños partidos que iban de la derecha al centroizquierda y que contaban con el impulso del poder y el beneplácito de la opinión pública internacional.

El rancio olor institucional de las figura que integraban Alianza Popular en sus primeros momentos era toda una declaración de intenciones. Tras Manuel Fraga, ex vicepresidente de Arias Navarro y ministro de la Gobernación (antecedente de Interior), estaba Laureano López Rodó, ex ministro de Desarrollo y mano derecha del almirante Carrero Blanco. A continuación, Federico Silva Muñoz, ex ministro de Obras Públicas; Gonzalo Fernández de la Mora, ex ministro en la misma cartera que el anterior.

Licinio de la Fuente, ex ministro de Trabajo; Antonio María de Oriol y Urquijo, ex ministro de Justicia; Enrique Fontana, ex ministro de Comercio; Cruz Martínez Esteruelas, ex ministro de Educación; José Utrera Molina, ex ministro de la Vivienda; Fernando Liñán, ex ministro de Información; Julio Rodríguez, ex ministro de Educación; Enrique García Ramal, ex ministro de Sindicatos; José Solís Ruiz, ex ministro del Movimiento; Joaquín Gutiérrez Cano, ex ministro de Planificación; y Antonio García Hernández, ex vicepresidente del Gobierno. Estábamos a finales de abril de 1977 y la nómina no había hecho más que empezar a engordar. Se esperaba el retorno, tal y como anunciaba el semanario Cambio 16, de más sombras del franquismo que esperaban el milagro de su resurección política.

Incluso se esperaba el desembarco en Alianza Popular de destacadas figuras del Opus Dei, que en otros tiempos habían sido los más correosos adversarios de Fraga en el seno del poder y quienes a la postre serían los causantes de su cese como ministro de Información y Turismo a finales de la década de los años sesenta.

Entre otros, se preveía la llegada del ex ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, hombre directamente ligado al escándalo Matesa, que provocó la guerra entre opusdeístas y falangistas y puso de manifiesto la existencia de profundas divisiones en el interior de las familias del franquismo. También se esperaba al ex embajador de España ante la Comunidad Económica Europea, antecedente de la actual Unión Europea.

Sin embargo, siendo muy sorprendente esta nomenclatura para todos cuantos observadores se acercaban a Madrid para intentar desvelar los secretos de la incipiente transición de España hacia la democracia, nada llamó más la atención ni impactó con tanta fuerza –para mal– en la opinión pública como la incorporación de Carlos Arias Navarro, el hombre que –compungido y bañado en lágrimas– había anunciado la muerte de Franco en televisión a finales de noviembre de 1975.

Si había algún político definitivamente quemado en la primavera de 1977, ese hombre era Arias Navarro: 69 años, fiscal y notario, eficaz represor durante la posguerra e increíble inductor de un proceso de apertura política que jamás llegaría a cuajar. Angustiado por sus propias contradicciones, Arias Navarro había logrado enemistarse con el rey don Juan Carlos, al que intentó cortocircuitar interponiendo cuantas trabas pudo al proceso de reformas impulsadas por la Corona tras la desaparición física del dictador. Estaba obsesionado por una imagen personal y de relaciones públicas que no se correspondía con la realidad. Contó con la ayuda incondicional de una parte de los medios de comunicación cuando, a comienzos de 1974, pronunció un discurso que por primera vez introducía la esperanza de una leve democratización de la vida política española: El espíritu del 12 de febrero, ese fue el bautizo que recibió de la prensa aquella intervención que enseguida se vio que no sería llevada a cabo mientras él estuviese al mando del Gobierno.

Una de sus principales obsesiones era el control de los pasos de sus propios ministros, a los que vigilaba mediante operaciones de espionaje que incluían el pinchazo de sus teléfonos. Cada mañana, nada más llegar a Castellana, 3, sede de la presidencia, pedía las cintas y se pasaba horas oyendo las grabaciones magnetofónicas que recogían el contenido de las conversaciones telefónicas de los miembros del Gobierno.

"El problema de Carlos Arias fue su imagen", diría un ministro franquista: "La prensa creó una imagen liberar de él que no se correspondía con la realidad". Intentó acomodarse a aquella imagen y mantener, al mismo tiempo, sus lazos con el franquismo más profundo e inmovilista. Y aquello, evidentemente, era imposible. Al Rey no le quedó más remedio que cesarle de modo fulminante para poner a Adolfo Suárez en su lugar.

Arias, el triste valido de Carmen Polo

Carlos Arias Navarro gozaba de la simpatía de Carmen Polo, esposa de Francisco Franco. Y eso le valió para que el dictador –en contra de los criterios del Consejo del Reino– le designase como primer ministro tras el asesinato, el día 20 de diciembre de 1973, a manos de ETA, del almirante Luis Carrero Blanco. Arias tenía un pasado definitivamente cruel y autoritario desde sus tiempos de fiscal en Málaga, donde trabajó con suma eficacia para acabar con "los últimos rojos" en juicios sumarísimos. Después endureció un poco más su fama de implacable como director general de Seguridad, en una de las más negras épocas de la dictadura.

Cuando sucedió a Carrero Blanco, el país ya estaba visiblemente cansado de los juegos florales del régimen franquista, empeñado en ocultar las demandas democratizadoras que surgían por todas partes y en ámbitos que hasta entonces habían callado, como el mundo empresarial, cuyos dirigentes exigían que España normalizase sus relaciones con el resto del mundo y en especial con las democracias occidentales.

El régimen, por el contrario, insistía en negarse y para ello utilizaba eufemismos como "legítimo contraste de pareceres", "ordenada concurrencia de criterios", "asociacionismo político"... para evadirse verbalmente de lo que la inmensa mayoría tenía en mente desde hacía varios años: la legalización de los partidos políticos y el inicio de una transición hacia las libertades que definían la vida de nuestros vecinos demócratas de la vieja Europa.

En ese contexto, el 12 de febrero de 1974, Arias pronunció un discurso ante las Cortes franquistas que causó sorpresa por el lenguaje y por el contenido, jamás utilizado antes desde las esferas del poder en nuestro país. En aquella intervención, Arias anunciaba una serie de medidas reformistas y por primera vez admitía que España debía prepararse para pasar de un régimen de poder personal a otro que habría de estar encabezado por un rey constitucional.

Aquel discurso fue redactado por los primeros liberales que accedieron al equipo asesor de la presidencia del Gobierno (Gabriel Cisneros, Juan Antonio Ortega y Luis Jáudenes) y contribuyó a forjar una breve imagen aperturista del primer ministro español. Esta imagen, en un hombre profundamente autoritario, inseguro, angustiado, le provocó un progresivo distanciamento del general Franco, manejado por el búnker más reaccionario en la última etapa de su vida. Poco antes de la muerte del dictador, el trato entre ambos era mínimo y en ocasiones humillante para Arias. A pesar de todo, contaba con el apoyo de Carmen Polo de Franco, y eso le valió seguir en el cargo tras la muerte del general... aunque fuese por muy poco tiempo.

 

Aquellas tensiones, muerto Franco, se reprodujeron con don Juan Carlos. La lectura del testamento del dictador el mismo día de su muerte, ante las cámaras de TVE y en medio de sollozos, no contribuyó a aliviar sus cada vez más acusados encontronazos con el rey, a quien Arias continuaba tratando como príncipe entre sus colaboradores. Sus contradicciones al tratar de plantear una reforma en la que no creía, su obsesión por las "traiciones", que le llevó a controlar la correspondencia, las conversaciones telefónicas y los movimientos de sus ministros y asesores, todo ello contribuyó a que se fuese aislando de la realidad.Desconectado de la vida real en su despacho y ayudado por la única persona en quien confiaba –el comandante Juan Valverde, jefe de sus servicios de Información–, Arias se encontró un día con la noticia de su cese. Y el despido se producía apenas unos días después de que el Rey, en viaje a Estados Unidos y en declaraciones a un periodista del semanario Newsweek, dijese que su primer ministro era "un desastre sin paliativos" y que no podía confiar en su gestión política cuando los imperativos de la más rabiosa actualidad demandaban la democratización de España.

A comienzos del verano de 1976, Adolfo Suárez, un desconocido para la inmensa mayoría, ocupaba el despacho de Castellana, 3. Desde entonces, hasta su regreso a los medios tras su inclusión en las candidaturas de la primera Alianza Popular liderada por Manuel Fraga, guardó un silencio sepulcral. Paradójicamente, adornó su retorno al ruedo con una invocación a Su Majestad, don Juan Carlos I, a quien conectaba directamente con el testamento de Franco para sugerir que la única salida viable era una conjunción de las antiguas formas de la dictadura y las buenas maneras de la democracia. Es decir, un batiburrillo infumable.

Todos quisieron aportar su propia explicación a aquella especie de retorno de los brujos, que Cambio 16 llevó a los titulares de su portada: "El anuncio del señor Arias", dijo un emergente joven llamado Felipe González, "demuestra una vez más el contenido nostálgico y autoritario de Alianza Popular, a pesar de los esfuerzos publicitarios que realiza para dar de sí misma una imagen moderada y de centro".

"El recuerdo del señor Arias como director general de Seguridad, ministro de la Gobernación y jefe de Gobierno con Franco, no puede ser más negativo y triste para los demócratas. Si de verdad queremos superar el pasado y proyectarnos sin rencor y sin ira hacia el futuro, jamás lo conseguiremos con hombres como Arias". Semanas antes, el ya ex presidente había declarado al oficioso diario Pueblo que su único deseo era retirarse a su casa de campo "a cuidar lechugas". Por eso sorprendió su regreso. En cualquier caso, tanto él como otros de los que en principio anunciaron su integración en las filas del naciente fraguismo, acabaron por renunciar y optaron por desaparecer de la geografía política del laberinto español. A pesar de eso, el error de Fraga ya estaba dictado para sentencia ante las urnas del 15-J de 1977.

 

28 abr 2007 / 18:22
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