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LOS REYES DEL MANDO

Las uvas veloces

    UN abejorro azul ha entrado en la habitación a deshoras, anunciando quizás la tormenta que se amasa lentamente sobre el océano. Septiembre es un horno, pero lo ha sido en las últimas décadas. ¿Más ahora? Muy probablemente. Incendios, gota fría, y este calor mortal que nos envuelve mientras avanza la madrugada. Pienso en otros septiembres, como aquellos lejanos de la infancia, tan felices, en los que subíamos a los carros de la vendimia como figurantes. Carriegos que eran gigantes a nuestro lado, tambaleándose en las tardes pintadas de rojo intenso, y con el pan crujiente de la hojarasca anunciándose en los caminos de tierra. Una lentitud que ya no existe. Ahora, en algún lugar de este país, las uvas veloces se abren camino y llenan de oro las colinas y las terrazas sagradas de los ríos. Todo parece ir demasiado deprisa, como si fuera el viaje a ninguna parte. Septiembre se devora a sí mismo, y nosotros, encorvados con el peso de las tormentas, nos movemos entre los límites quizás inútiles del calendario, braceamos en la tarde incandescente.

    La televisión da cuenta del listado de tragedias climáticas, el agua que revienta las costuras de puentes medievales, la danza de los coches en barrios del alfoz, las entrevistas a familias sencillas que hacen un alto en la limpieza del lodo acumulado, que se ha llevado enseres, muebles y máquinas, recuerdos incluso de familia, fotografías de los vivos y de los muertos. Todo lo devora el turbión. El manotazo poderoso de la naturaleza, su cólera irrefrenable. Pero ahora, aquí, con los informativos sin volumen para evitar una sobredosis de realidad, el abejorro se golpea contra las paredes tratando de hallar una salida, como la mayoría de nosotros. La tormenta se amasa en el horizonte, que, a pesar de la oscuridad, ofrece en este instante el brillo metálico de las espadas. Sientes que es un vientre poderoso de rayos a punto de nacer, miles brotan durante estos días, como en un apocalipsis saltan olímpicamente uniendo el suelo y el cielo, iluminando la noche como arrojados por los dedos de los dioses, quizás derrumbando torres, desgajando árboles solitarios que se desploman sobre la tierra como gigantes decapitados. La noche es una esfera a punto de reventar sobre nosotros.

    Me veo de pronto desde el techo de la habitación, una imagen cenital que es la del abejorro azul, como en una variación de Kafka. El parloteo mudo de las tertulias anuncia que, al lado de la tormenta física, de los desmanes climáticos, está esa otra, la tormenta política, con truenos y rayos que parecen cada vez más cosa del decorado. La presumible descarga electoral será una granizada del dragón del verano, los coletazos de una política recalentada, inflamada como el aire de esta noche. La atmósfera cargada remite a un país atrapado en un extraño bucle de incomunicaciones y desconfianzas. Echas de menos un septiembre más lento y menos trascendente, cuando la importancia de las cosas no se medía ni por el ruido, ni por las ofensas. Las uvas de oro se aceleran en las márgenes de los ríos tratando de conservar la memoria de los días felices. Pero en tiempos kafkianos somos como el insecto que golpea las paredes sin hallar la salida.

    16 sep 2019 / 21:06
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