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CÓMIC

Yves Chaland, recuerdo y reivindicación

La entrevista a varios amigos y conocidos de Yves Chaland, publicada en la revista ‘Bodoi’ en diciembre del año 2000, empezaba con una hermosa frase… “Un cometa pasó por el cielo de la historieta”. No se nos ocurre mejor definición para lo que supuso este autor en el mundo del cómic: una aparición esplendorosa, casi por sorpresa, que pudo y debió servir de guía a otros… y que un malhadado día, en el momento de máximo brillo, desapareció.

Las nuevas generaciones de lectores de historieta, tanto si se inclinan al cómic americano, independiente o de superhéroes, o al manga, desconocerán posiblemente el valor de este autor. Y puede que para los que se inclinen por el tebeo europeo, Chaland sea un nombre que suene a algo, que aparezca en entrevistas a historietistas más de moda, o en el mejor de los casos en alusiones de veteranos y nostálgicos aficionados pertinaces al tebeo de finales de los setenta y comienzos de los ochenta… aunque lo más normal será que compartan la ignorancia sobre su efecto en el medio. Este artículo pretende ser un homenaje al autor francés, un recordatorio para aquellos que lo hayan olvidado o no lo conozcan, y una reivindicación de su extraordinaria aportación al cómic, una aportación truncada por la más trágica de las circunstancias, cuando todos intuíamos que su evolución como artista aún no había tocado techo.

Biografía demasiado corta
Los datos sobre la biografía de Yves Chaland no difieren mucho en sus comienzos de los de tantos autores de tebeos. Nacido en Lyon en 1957, hace sus primeros tanteos en fancines siendo todavía estudiante de Bachillerato. Ingresa en la Escuela de Bellas Artes de Saint-Etienne. Allí crea, junto a su amigo Luc Cornillon, su propio fancine. Su trabajo es descubierto en 1978 durante el Salón del Cómic de Angouleme por Jean-Pierre Dionnet, el fundador, junto a Moebius y Druillet, de la emblemática revista Metal Hurlant, encargándoles una serie de historias cortas para la misma, donde también trabajará como maquetador y colorista. A partir de ahí la carrera de Chaland no hace más que crecer, tanto en el mundo del tebeo como en el de la publicidad, hasta su inesperada y trágica muerte en accidente de tráfico, junto a su hija, en 1990, cuando económicamente las cosas le iban rodadas y podía dedicarse en pleno a su gran afición, la historieta, lo cual hacía pensar en una trayectoria plena de obras incluso más grandes que las que ya nos había entregado.

Sombras sobre una línea no tan clara
La presencia de nuestro autor en Metal Hurlant no deja cuanto menos de provocar cierta sorpresa. En la revista donde, por ejemplo, Giraud se transmuta en Moebius, archivando a Blueberry para traernos a Arzach o enredarnos en el laberinto del Incal, aparecen dos jóvenes, Chaland y Cornillon, que parecen venidos de la década de los cincuenta. Las historias con las que debutan son homenajes indisimulados y descarados a los clásicos de la aventura francobelga. Las referencias al Franquin de Spirou, o al Tillieux de Gil Pupila, por no hablar de Jijé –desde su versión de Spirou hasta su Jean Valhardi o Jerry Spring– son más que evidentes. Estas historietas fueron recopiladas en el álbum Captivant, en forma de tributo a las revistas populares de tebeo de mediados del siglo XX, como Tintin, Pilote o Spirou. Sin embargo, la sorpresa de la que hablamos al comienzo de este párrafo se difumina con la paulatina incorporación de otros autores con las mismas inquietudes, como Margerin, Ted Benoit o Serge Clerc.
Esto hace que la obra de Chaland, y los autores mencionados, sea adscrita a la corriente de la línea clara, una reacción contra el cómic más innovador de esos años ochenta, definida, en palabras de Patrick Gaumer en su Diccionario Mundial de la Historieta, como un dibujo “lineal, continuo, rechazando toda sombra o todo volumen susceptible de alterar la lectura del conjunto”. A esto deberíamos añadir unos guiones sencillos, sin recovecos argumentales que compliquen el desarrollo de la narración y unos temas aparentemente inocentes, con un gusto marcado por la aventura. Este movimiento, que en principio suponía una vuelta atrás y por tanto un retroceso en el desarrollo artístico de la historieta, no fue bien visto por algunos, planteándose a veces estúpidas polémicas entre defensores y detractores del mismo, polémicas que en el caso de España llegaron a niveles surrealistas y que no merecen la pena ser recordadas.
Especialmente porque los autores incluidos en esa tendencia no eran tontos, y, a pesar de su admiración por el sencillo cómic de tiempos pasados (cuando Chaland conoció al maestro Franquin, en 1983, éste le dijo que no entendía su admiración por un tipo de cómic que él había abandonado ya, a lo que el joven respondió que al contrario, ese estilo era una síntesis de lo que era la historieta), sabían en que época estaban dibujando, que las circunstancias habían cambiado y que se podía imitar un estilo, pero no reproducir miméticamente las obras de otra era. Así, ya en el pastiche que supone Captivant, observamos una temática impensable treinta años antes, un humor sarcástico y amargo que poco a poco irá impregnando la obra de Chaland hasta devenir en sus obras principales en un tono ciertamente pesimista, poético y a la vez descarnado.

Una evolución vertiginosa
Tras la publicación de Captivant, Chaland parece tener prisa, como si intuyera que no tiene mucho tiempo, y su dibujo y temática evolucionan a ritmo precipitado.  El autor empieza a desarrollar sus propios personajes y su propio universo, dejando claras sus influencias y gustos, pero al mismo tiempo inoculando en sus historias su personal concepción del mundo, de la aventura y de los héroes.
En 1980 crea a Bob Fish, un detective de moral cuanto menos reprobable, enfrentado a amenazas típicas del género de la aventura pero tratadas de manera muy contradictoria, hasta el punto de que el héroe y el villano dejan de tener roles claros y el desenlace de las andanzas del héroe dista mucho de ser el tópico. No hay optimismo ni alegría en las aventuras de Bob Fish, sino desazón y d­esesperanza.
Aparentemente en un tono más humorístico, en 1981 (aunque la recopilación en álbum sería en 1983) desarrolla su segundo personaje, Adolphus Claar, un residente del futuro que describe la sociedad en la que vive. Pero es un humor agrio. 

A través de un distanciamiento sarcástico, cuyos hallazgos visuales futuristas, como dicen Frattini y Palmer en su Guía básica del cómic, remiten al dibujo animado de Los Supersónicos, Chaland reflexiona amargamente sobre la explotación del prójimo y la falta de sentimientos adonde nos lleva nuestra actitud presente. Nuevamente, el historietista arroja sombras sobre esa línea clara en la que le han inscrito, aunque su estilo artístico se depura cada vez más, alejándose de los referentes de Franquin y Jijé y acercándose paulatinamente al patriarca Hergé.
Y mientras se acerca el momento de su eclosión definitiva como autor imprescindible, se permite abandonar momentáneamente el género de la aventura y acercarse al costumbrismo, usando como excusa un personaje secundario de Bob Fish, casi lo que los americanos llamarían el sidekick o compañero inseparable del héroe, un niño gamberro de inclinaciones en absoluto inocentes, lejos de la travesura cándida presente en tantos niños que pueblan el mundo del cómic. Albertito, Le jeune Albert en el original, debuta a principios de 1982 con su propia serie, en formato de historietas a media página, inundando las viñetas de sus malas intenciones... y alcanzando un estatus de sorprendente icono, hasta el punto de que la emblemática estatua de Bruselas, el Manneken pis, tiene entre sus disfraces uno de este personaje de Chaland.
Poco después del desembarco de esta figura, hace acto de presencia el personaje que consagra al autor, empezando un camino de rosas que sólo las circunstancias adversas pudieron truncar...

Freddy Lombard
En 1982, con la historia El testamento de Godofredo de Bouillon, debuta Freddy Lombard, el personaje y serie más conocidos del autor. En principio, la serie no deja de presentar una aventura más o menos tópica, en la que un trío de amigos, Freddy, Sweep y Dina, ayudan a un heredero del famoso cruzado a buscar un tesoro... pero pronto vemos que no todo es lo que parece. El teórico héroe, Freddy, con su mechón a lo Tintín, no se entera de gran cosa de lo que ocurre a su alrededor y tiene un carácter enamoradizo, impulsivo y arisco que lo aleja del prototipo... Sweep, el hombre de acción, con un aire al Fantasio amigo de Spirou, rivaliza y discute continuamente con su camarada, mientras que Dina, la chica, no es la tópica mujer sin recursos sino más bien el elemento que aporta el buen juicio al trío, a pesar de su amor no correspondido por Freddy. Si a esto añadimos que en esta primera aventura se aglutinan sueño y realidad y se agrega un regusto amargo en la conclusión que recuerda a tantas historias de héroes perdedores (piensen en clásicos cinematográficos como El tesoro de Sierra Madre o El hombre que pudo reinar, por ejemplo), todo indica que Chaland no va a plantear una serie al uso.
Los esquemas se repiten en la primera aventura del segundo volumen de la serie, El cementerio de elefantes (1984), una historia de búsqueda de un objeto valioso en el corazón de África, donde se añade además un humor negro de toque fatalista. Humor que desaparece en la segunda historia del tomo, la que le da título, en la que el manejo de un suspense no lejano al terror, una intriga detectivesca y un toque exótico se entremezclan para crear un relato inquietante. Es curioso comprobar que el homenaje a Hergé, presente en éste, incluye ese racismo paternalista que aparece en las obras del maestro belga... algo que muchos criticaron a Chaland, pero que, lejos de reflejar la ideología real del autor, no deja de ser más que parte del tributo buscado por el mismo.
La temática y estilo de los dos volúmenes iniciales de la serie no presagiaban el extraordinario salto adelante de la que es considerada la obra maestra del historietista, El cometa de Cartago (1986). En el aspecto argumental, no es ajeno a este salto la colaboración del prestigioso guionista Yann, que se repetiría en los dos volúmenes siguientes. Chaland se quita la careta y nos presenta una aventura atípica, en un ambiente apocalíptico, representado por el cometa y el mar embravecido, y a la vez claustrofóbico, a través del ambiente pueblerino del pueblo pesquero, la cueva donde moran los protagonistas –que ya no lo son tanto, pues paulatinamente se convierten en meros testigos de los eventos– y el estudio del escultor antagonista. Todo parece partir de otra intriga detectivesca, el hallazgo en la playa del cadáver de una hermosa muchacha y la presencia de otra joven misteriosa... pero poco a poco Yann y Chaland juegan con el lector, llevándole de un lado a otro del relato, sembrándolo de falsas pistas, hasta el punto de que aquel se inhibe ante lo contado y se siente subyugado por la ambientación, por los personajes... por un estilo de dibujo pleno de ocres y colores oscuros... hasta un desenlace climático de final abierto, soberbio y pleno de interrogantes sin resolver, y ni falta que hace. Una obra maestra.
Los dos siguientes volúmenes de la serie inciden en la aventura atípica. Chaland, sorprendido de que la historieta de los años cincuenta no hubiera tratado la revuelta húngara contra el poder comunista en 1956, decide dar su propio punto de vista al respecto en el álbum Vacances à Budapest (1988). Su visión es desencantada, los personajes son todavía más marionetas, si exceptuamos que Dina, la protagonista femenina, refuerza su carácter basado en el sentido común, y testigos que en el álbum anterior... quizá todo un reflejo de la decepción sufrida por el autor el año anterior ante el rechazo de su versión de Spirou por parte de los editores del personaje. Una pena, porque el Spirou por él desarrollado era una síntesis perfecta del aventurero personaje de la etapa Jijé y su propia visión del género aventurero... un Spirou clásico y moderno a la vez, pero lejos del tratamiento más contemporáneo del personaje que en esos momentos desarrollaban Tomé y Janry y que los editores preferían.
La despedida de Chaland de su serie bandera es el ábum F52 (1988), donde, siempre junto a Yann, riza el rizo y plantea lo que los franceses llaman un ‘huis clos’, una aventura en un escenario cerrado, en este caso, un avión, en el cual vamos a ver varias historias entrelazadas protagonizadas por personajes de diferente catadura social y moral, tomando como base un intento de secuestro y suplantación en el transcurso del cual el trío protagonista se ve enfrentado a una serie de situaciones límite... Es la historia de ritmo más frenético jamás realizada por el historietista, un nuevo punto de inflexión en una carrera...

Reivindicando a Yves Chaland
...que, como ya hemos dicho, se vio trágicamente interrumpida en julio de 1990. Cuando su paralela carrera en la publicidad le permitía vivir con holgura y dedicarse a su afición, la historieta. Entretanto, en España, adonde sus obras iban llegando con retraso, coincidiendo con su muerte, se interrumpía la publicación de su trabajo, quedando inéditas, entre otras obras, las dos soberbias entregas finales de Freddy Lombard. Nos quedamos con las tres primeras de dicha serie, los volúmenes de Bob Fish y Adolphus Claar y algún relato suelto de Captivant o Le jeune Albert... bastante para apreciar el talento innegable de su creador, pero insuficiente para degustarlo en su totalidad, toda vez que además dichas ediciones españolas son hoy por hoy prácticamente inencontrables... Por todo ello, por la maestría del artista, por la influencia que tiene en algunos autores actuales, y aprovechando que se están recuperando, y con más que aceptable buen gusto, bastantes obras clásicas, reivindicamos aquí una reedición de la obra completa de Yves Chalan. Para disfrute de las nuevas generaciones, y para que se mantenga en el recuerdo de las veteranas. Porque se lo merece más que muchos otros que, fruto de modas más que de calidad, tienen más suerte editorial.

 

17 jun 2006 / 12:19
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