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Cuando fuimos los mejores

  • 17 feb 2022 / 01:00
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LA MUERTE de un joven es más desoladora que la de un niño. Puede que sea porque nunca se espera. Porque se produce una vez superada la inmadurez de los sistemas fisiológicos del puerperio y antes de que el envejecimiento haya podido deteriorar el organismo.

Y porque la valoración social de la vida de un joven es incalculable. Con su muerte se pierde la inversión en su crianza y el retorno de toda una futura vida productiva.

Supongo que cada vez que un joven muere, algo se resquebraja en nuestro interior con una intensidad directamente proporcional al fulgor que desprende la vida cada vez que Mella, Yeremay o Noel arrullan el balón en Riazor.

Y es esa vida que emerge de las diabluras que un puñado de irreverentes querubines con la que intentamos recomponer nuestros sueños rotos. Porque creemos que todos los pedazos del cofre de los descalabros aún sirven para algo. ¿Para qué si no los habríamos conservado? Para regodearnos en todo lo que no hemos conseguido en nuestra vida y la gran mayoría de cosas para las que ya estamos viejos.

Y de repente llegan ellos. Con sus pelos pintados, sus gomas de colores y sus miradas incorruptas. Llegan ellos con el brío de quien nunca ha tenido que pagar el fracaso. Llegan ellos que no recuerdan que hubo un tiempo en el que el Dépor paseaba su blasón con soberbia por toda Europa. Llegan ellos que convierten nuestra catarsis en un juego. Llegan ellos y nuestros sueños, esos que guardamos por si acaso, se reactivan.

Porque hubo un tiempo que en A Coruña eran los mejores. Y es tan importante el hecho de haberlo sido como la capacidad de recordarlo. Por eso la canción de Loquillo comenzó a atronar en todas las salas y discotecas del Orzán y desde el Playa hasta el Portiño. Para que sus desgarradas notas cayeran en las heridas de los deportivistas como el limón del heroinómano que se ha quedado sin su dosis. Al sol de los lunes que ya no alumbran sino abrasan.

El duelo por el penalti de César que dejó al Dépor sin su final de Champions se ha hecho mayor de edad. Y ese ha sido justo el tiempo necesario para que la cohorte de muchachos que nació de las lágrimas de un 4 de mayo de 2004, hayan adquirido uso de razón y de balón para devolverle la alegría a una ciudad resignada a la Primera Federación, aunque nadie sepa lo que es.

Los juveniles del Deportivo ganaron la eternidad desde ese lugar fatídico donde la suerte siempre le es esquiva a los blanquiazules y, si cabe, de una forma más cruel que la de sus predecesores. Porque cuando se tienen 16 años todo duele más, como cuando te rompen por primera vez el corazón.

Hoy el corazón de la afición deportivista vuelve a latir. Porque la mejor hinchada de este país, esa que aún elige a su equipo por un criterio de adscripción geográfica, ha sabido sacar de su síndrome de abstinencia la convulsión necesaria para que 20.115 gargantas les canten a dos docenas de chavales lo que no recuerdan.

Quien no conoce su historia está condenado a repetirla pero en A Coruña ya no.

Los de siempre llevan cantando dos décadas que “cuando fuimos los mejores y la vida no se pagaba, en todas las esquinas mi juventud se suicidaba”. Es una letanía tan repetida que se ha convertido en advertencia.

Los infantes del Dépor ya saben que su virginidad está al servicio de la historia, que sus siete vidas solo se podrán consumir ahora que son los mejores.

Mañana les tocará cantar a ellos.

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