El Correo 2

Mi huidizo vaso de agua

  • 16 may 2020 / 23:34
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si yo les contara... Pero no voy a ha porque me da vergüenza. Desde el primer curso, en el internado claretiano de Castro Urdiales, me enseñaron que no hay que dar el turre a nadie –yo digo turre, de turrar, de tonto- con tus pesares. Así que, perdonen y me voy.

No es una virtud sino una manera de ser: hablo poco y escribo mucho. Así que, para que valga lo dicho, me voy al salón y leo cualquiera de los libros que tengo con marcador sobre la mesita/expositor de cristal que compramos en Vitoria –aún no era Gasteiz-; cuando nos casamos, en 1966; he vuelto a coger el Planeta de 1976 de Jesús Torbado, En el día de hoy, y me lo estoy repasando, en segunda lectura. No en vano uno de los personajes importantes de la novela de Jesús (q.e.p.d), es Ernest Hemingway , al que yo había dejado en el Hotel Florida, de Madrid, obra espléndida en mármol blanco del arquitecto gallego Palacios, con su tercera mujer, la corresponsal norteamericana de guerra, Martha Gellhorn, que también lo dejaría plantado por alguna otra guerra. La contienda civil española no llegó a dañar aquella pieza arquitectónica de Palacios; fue Pepín Fernández, el creador de Galerías Preciados, quien ordenó derribarla, en 1964, para edificar un espantoso ladrillo erecto llamado GP.

Perdón... lo del vaso de agua... sí se lo voy a contar. Sólo eso, para que vean a qué estado llega ya mi decadencia con apenas 83 años cumplidos y el carnet de conducir, que tocaba a renovar, en suspensión por la pandemia, como las fallas o las carreras de los Sanfermines. Voy con el vaso de agua, que es asunto que me trae al retortero y tengo todos los indicios de que, o rompo el vaso o me quedo con sed.

Cuando yo era joven influencer -¿se dice así? – solían regalarme muchas cosas que no servían para nada, folletos de propaganda de la empresa visitada, medallas conmemorativas en bronce, jarras con dibujos festivos, reposavasos plásticos –forgendros, con dibujos de mi amigo Forges-y más cosas. Batió el récord la ONCE. Fui a grabar un capitulo de mi novela, recién premiada y editada, Diálogo con las sombras, supongo que para sus oyentes y lo primero que me dijo el ciego que me atendió fue que ellos tenían derecho a utilizar mis textos, sin pagar un duro. Tema, el de la novela. La protagonista, Lelia, con problemas de visión de nacimiento, ha vuelto de un curso de estudios en Estados Unidos ciega del todo.

Cómo acomodar la realidad conocida a la ahora sólo imaginada, con acento especial en la realidad sentimental, eso era el meollo de las dos o tres páginas elegidas. No andaba yo muy fino de garganta aquella mañana, y, como al parecer, era el propio autor quien debía leer, pedí un vaso de agua fresca... “Empiece y déjese de tonterías”, me replicó el amable conductor de mi ofrenda a la ONCE. Lo hice, me dejé de tonterías y rematé como pude. Casi me levantó en vilo; tenían mucho trabajo. Y me puso una bolsa en la mano derecha. “Seguro que tiene un décimo premiado”, me dije. Y no, no había tal cosa. Sólo propaganda. Nunca me quejé, pero se portó mal conmigo. Al fin y al cabo, yo no jugaba a ninguna lotería, pero Raúl Torres, que es de ese acto de fe tan hermoso que se llama Cuenca, solía comprar y me dio alguna vez el cupón del ciego, sin derecho a milagro. El milagro eran nuestras reuniones para leer versos o relatos premiados y ver cosas de arte.

Yo me acostumbré a trabajar con dos elementos próximos a mis esfuerzos: el vaso de agua que me negó aquel ciego “hostil” –no sé por qué- y una buena música de fondo que ni siquiera atiendo pero que da ritmo a lo que estoy escribiendo. Últimamente, desde que soy un viejo casi inservible, el vaso de agua fresca me las hace de a puño... Se me queda en la cocina, remiso a mi intención de que me acompañe hasta el despacho –unos 15 metros- se me esconde en cualquier balda de la biblioteca porque he visto un libro que me interesa, me gotea por el pasillo porque el pulso se altera con un mal paso, o un tropiezo de la zapatilla izquierda... A veces pivoto sobre la punta del pie derecho, como bailarín de ballet que fuera, y me hago un rondó circular completo en el transcurso del cual consigo localizar el vaso con el líquido sin tocar. Pero no suele pasar nada más grave. O sí. Esta tarde, mientras escribía, con fondo del “Americano” de Dvorák, me dejé llevar por el ritmo del cuarteto de cuerda y, con el codo izquierdo, desplacé el vaso hasta el abismo que viene después de mi mesa de trabajo.

No pasó nada, no se rompió nada, tampoco se ahogó ningún libro, porque ya quedaba escaso líquido. Tal vez no se encuentre a gusto con un viejo aburrido que no hace más que teclear mensajes, como si alguien los leyera. ¿Por qué no dejar de enviarlos, después de sesenta años haciéndolo, en formatos distintos de crónicas, columnas fijas, editoriales, pregones... hasta versos, firmados, sin firmar, premiados después o no? Comencé a finales de los años cincuenta con Borobó, en La Noche. Me acomodé en EL CORREO cuando faltó el vespertino. Hasta “croniqueé” durante años desde Madrid.

Hoy es buen día; casi todo el mundo escribe sobre la gran pandemia que nos tiene recluidos ... ¿Le importaría mucho, querido José Manuel, que yo, que escribí la historia del centenario del Correo, en 1978, como “cien años de aportación a la historia”, me meta ahora en ella de tapadillo en nota a pie de página si acaso? Pues... eso, que me rindo. Como decía Vital-Azacomo final de su Oda al sol,“Cuelgo la lira y voyme de paseo / por ver si se me quita este mareo”.

¿Y mi escurridizo vaso de agua?

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