El Correo 2

Un coreano en la hora azul

  • 06 ago 2022 / 23:21
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Para recorrer nuestro primer Camino de Santiago partimos desde la devaluada Argentina con unos pocos euros y excesivo equipaje, cargando mochilas repletas de elementos que finalmente iban a ser innecesarios. El recorrido de la fé comenzó en la nostálgica ciudad de Tui a las siete y media de la mañana de una jornada helada en pleno invierno. A ese momento del día se lo conoce románticamente como “la hora azul”, aquellos minutos antes del amanecer en los que podemos considerar que ya no es de noche pero tampoco comenzó a asomar el sol. Instantes donde la luz es tenue y difusa y los colores de un cielo indeciso encienden todos los sentidos: emoción, incertidumbre, esperanza y al mismo tiempo, temor a la frustración de no poder completar el peregrinaje. ¿O acaso antes de empezar el Camino nadie pensó que no iba a llegar?

Junto a mi hermano frente a la Catedral de Tui casi a oscuras y con el azul intenso como única compañía, nos sentimos como en un capítulo de Juego de Tronos; ninguna planificación previa podría habernos anunciado que íbamos a descubrir escenarios inolvidables y vivir sensaciones de película. Luego de inconscientes segundos de profunda reflexión en un ambiente medieval de azul índigo y contexto gélido, nuestros pasos arrancaron a un ritmo digno de todo lo atleta que no somos. Bordeamos el río Miño, paseamos entre casas construidas sobre las piedras (imposibles de ver en Argentina) e ingresamos al bosque. Siempre pendientes de avanzar, la ciudad fue quedando a nuestras espaldas pero jamás en el olvido y no solo por haber sido la primera etapa de mi primer Camino.

El amanecer nos dió la bienvenida con una cantidad de agua que no dejaba ver más allá de unos pocos metros: como buen nieto de un gallegos sabía que un encuentro con la lluvia sería inevitable, pero no estimaba tan próximo. Apenas treinta minutos después de salir estaba mojado de pies a cabeza, caprichoso y muerto de frío. Con la ropa pegada al cuerpo me sentía como un globo a punto de explotar mientras entrecerraba los ojos para hacer foco en el sendero y no tropezar conmigo mismo. El cerebro le daba órdenes a mis piernas, que peleadas entre sí no entendían el mensaje y decidían por cuenta propia: rápidamente acepté que los 110 kilómetros por delante podrían llegar a ser un desafío demasiado grande para mi deficiente estado físico.

Malhumorado y con la estima por el suelo, antes de cruzar el puente de piedra que cruza el río San Simón me detuve por curiosidad frente a un monolito del que desconocía su existencia y leí la frase que lo acompañaba: “Caminante, aquí enfermó de muerte San Telmo en abril de 1251. Pídele que hable con Dios a favor tuyo”. Había leído sobre Pedro González Telmo y su fallecimiento luego de enfermar de fiebre rumbo a Santiago de Compostela, pero no tenía idea acerca del lugar del suceso. De pronto me encontraba justo allí, en el “Ponte das Febres” en el punto exacto que no pudo superar el santo hace casi 8 siglos. Enseguida le pedí que hable con Dios a favor mío y obviamente las nubes fueron desapareciendo durante la mañana. Y tibio pero cómplice, el sol nos acompañó el resto de la jornada.

Superamos el interminable y monótono polígono industrial de Porriño y la bella ciudad de Redondela, donde se me cayeron las lágrimas al ver la ría por primera vez en el puerto de Cesantes. En la siguiente etapa tuve la fantasía de quedarme a vivir comiendo mariscos en Arcade, disfruté de una tortilla exquisita en Casa Fermín, casi me atropella un caballo y para el final del día, Pontevedra parecía cada paso un poco más lejos. Muy lentamente entramos en la ciudad histórica y pocos metros antes de llegar al Albergue Virgen Peregrina escuchamos gritos de aliento en un idioma que no sonaba a gallego: ¡Go, go!, de un joven y una señorita eufóricos, que viéndonos agotados aplaudían con fervor y levantaban los brazos para saludarnos.

Nos acercamos a ellos para agradecerles por ofrecernos el ánimo que tanto necesitábamos. Los saludamos en castellano y respondieron varias “Buen Camino” sonriendo; era la única frase que conocían en nuestro idioma. En un esfuerzo conjunto, comenzamos a intentar comunicarnos en inglés. Pudimos presentarnos, entendernos y se sorprendieron cuando les contamos que vivíamos en Buenos Aires. Nosotros nos asombramos aún más: también peregrinos, la señorita era sudafricana y Kim, su joven compañero de ruta nacido en Corea del Sur había llegado para hacer su primer Camino. En la inesperada reunión intercontinental nos indicaron que el albergue público quedaba muy cerca y nos desearon fuerza para recorrer los últimos metros. Y nosotros, agradecidos de corazón, les regalamos varias monedas de Argentina como recuerdo simbólico del encuentro.

Casi al anochecer, luego de recuperar fuerzas y recorrer algo de la ciudad, nos encontramos nuevamente en el salón del albergue sin saber que estábamos alojados en el mismo lugar. En esa ocasión nuestra nueva amiga sudafricana me dió a entender que el joven de Corea del Sur quería regalarme algo. Fue a buscarlo y cuando llegó me miró a los ojos y luego, tímidamente, me entregó un billete de 1000 won doblado. Al abrirlo, dentro de él había un trébol de cuatro hojas. No entendí nada y enseguida atiné a devolverle el dinero; lo primero que pensé es que me quería pagar las monedas que le había regalado o algo parecido. Kim dió un paso atrás y con la cabeza hizo un gesto de negación bien claro: no se aceptan devoluciones. ¿Qué estaba pasando?

La señorita de Sudáfrica, más hábil para comunicarse, me comentó en inglés que el billete era un intercambio para que yo también tuviera un recuerdo coreano. Pero cuando ella dijo “South Korea”, Kim empezó a hablar con locuacidad en su idioma natal mientras señalaba el trébol de cuatro hojas y con desesperación abrí el traductor de Google en el móvil para comprender absolutamente todo lo que estaba sucediendo. Le dí mi teléfono, escribió y me lo devolvió; el texto traducido decía algo así como “Encontré este trébol de la buena suerte mientras caminaba y cuando te conocí, sentí que tenía que ser para vos”. Me puse a llorar y comenzaron a rodearnos otros peregrinos presentes, todos igual de conmovidos en un instante de comunión incomparable.

Me resultaba totalmente increíble recibir de regalo ese trébol, quizás irrelevante para otros pero muy valioso para mí por su significado intrínseco. Mientras yo apenas podía caminar mirando hacia adelante sin tropezar, él durante su peregrinación tuvo la capacidad de encontrar y además obsequiarme un hallazgo como ese. “Thanks, thanks” repetí una y mil veces, pero creía que no alcanzaba para que Kim llegase a entender de verdad lo importante que me resultaba ese detalle. Y aunque lo notara por mis lágrimas, empecé a buscar como traducir la frase “estoy muy emocionado” a su idioma. Juro que hasta pensé en escribir “te quiero mucho” para tratar de agradecerle con más énfasis, pero terminé por demostrarle mis sentimientos de manera natural. Me nació del alma, lo hice directamente: me abalancé sobre él y nos fundimos en un abrazo que atravesaba miles de kilómetros y cualquier barrera idiomática.

Miré por la ventana y comenzaba “la hora azul” del atardecer, cuando ya había desaparecido por completo el sol pero todavía no era totalmente de noche: en esa hora de luz tenue y difusa que enciende los sentidos ahora todos se hermanaban en la esperanza. El encuentro con Kim lo voy a recordar siempre como un momento único en mi vida; en Galicia, un argentino tratando de hablarle en inglés a una simpática sudafricana y al héroe coreano que me ofrecía sus maravillosos tesoros. América, Europa, África y Asia se habían puesto de acuerdo para confirmar la magia del Camino, haciéndome entender que no era cuestión de suerte sino el reflejo de una bendición. Y ya no tuve ninguna duda en poder llegar a Santiago, porque desde la primera etapa había estado acompañado por San Telmo y el mundo entero.

El recorrido de la fe comenzó en la nostálgica ciudad de Tui a las siete y media de la mañana.

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