Número 50.000
CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE / Escritora

Cuando todavía trabajábamos con máquinas de escribir

  • 16 jun 2020 / 01:17
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Veranos de 1988 y 1989. En los momentos de más actividad, el ensordecedor tecleo de las máquinas de la redacción de EL CORREO GALLEGO se escuchaba desde la calle Preguntoiro. Éramos jóvenes, teníamos energía y ganas de hacer muchas cosas. Demetrio Peláez, Suso Mourelo y una servidora: tres estudiantes de la Facultad de Periodismo de Madrid en prácticas. El periódico nos daba un coche y toda la libertad del mundo. Solo teníamos que traer de vuelta una crónica para aquella sección tan refrescante que se llamaba Galicia Vacaciones, junto con las facturas de lo que habíamos consumido (casi siempre eran trozos de papel u hojas de libreta arrancada en los que el camarero apuntaba alguna cosa, “una empanada, tres tazas de ribeiro, unos calamares a la romana”, por ejemplo, y el precio). Nuestro cometido era ir y observar. Ir y preguntar. Escribir. La fiesta vikinga de Catoira (Más cuernos que un miura, se tituló aquella crónica); romerías como la de O Caneiros (Betanzos vice); dólmenes y castros; la Fiesta de la Dorna; las dunas de Corrubedo (cuando todavía se podía subir y bajar por ellas); playas en las que aprovechábamos para darnos un chapuzón (Demetrio era de “dique seco”, así que se tumbaba sobre una toalla vestido de la cabeza a los pies y se fumaba un cigarrillo mientras miraba como Mourelo y yo nos zambullíamos en las gélidas aguas de las Rías Baixas); peregrinaciones; fiestas, como la de la TVG; un pomposo homenaje a Fraga (Fraga no traga), en el que la gente se puso ciega, recuerdo que me impresionó la cantidad de pulpo y de empanadas que desfilaron por ahí; la visita del príncipe Felipe al Casino de Pontevedra (en donde, después de haberme desplazado hasta ahí, no me dejaron entrar) y conciertos en Santiago como los de Miguel Ríos o Javier Gurruchaga. Pero sobre todo fue con las entrevistas con lo que más disfruté y aprendí: a Sara Montiel con su puro, al doctor Jiménez del Oso, a José Manuel Beiras (¡me apabulló su cultura!), a Alfredo Conde (que posó dándose un garbeo en moto por la explanada de la Xunta), a Ghaleb Javer Ibrahim (Bajarse al moro), el dueño del hotel Araguaney o a Moncho Borrajo.

Hice también una entrevista preciosa a una ancianita muy conocida en Santiago, María Sánchez Romero. ‘María de las Iglesias’ o ‘María Salomé’, como la llamaba la gente, era una vagabunda que se pasaba el día deambulando de iglesia en iglesia, atiborrada de cajas y bolsas. Oía todas las misas y abría la puerta de la Catedral para recibir con sus propias erudiciones a los peregrinos. También repartía cartones de tabaco para ganar “un patacón” y tener algo que llevarse a la boca. Cuando la fui a entrevistar estaría en torno a los cien años y vivía en el Asilo de San Marcos. Tenía la cara muy enjuta y apergaminada, surcada por diminutas arrugas, abundantes sobre todo cerca de los ojos, muy pequeños y secos, la nariz afilada, como el pico de un ave. Digo que tendría cerca de cien años porque su edad era un misterio. No tenía partida de nacimiento, ni de bautismo; ni siquiera quiénes eran sus padres. La historia de su vida hubiera hecho las delicias de Valle Inclán. Cuando nació fue abandonada en la Inclusa, para luego ser recogida por otra mujer a la que llamaba cariñosamente (aunque también con un poco de sorna) “mamá”.

Cuando la entrevisté, no sabía exactamente quién venía a verla, pero le dio igual. Del brazo de una de las cuidadoras del asilo, llegó cargada de bolsas (ya no se sabía mover sin ellas), la pañoleta, abrigo y muchas ganas de conversar.

– ¿Recuerdas tu edad, María?—le pregunté.

– Yo, filliña, no llevo la cuenta de nada. Desde que nací y hasta ahora, los que me conceda Dios de vida. Mira, ¿cómo lo voy a saber? Yo no conocí a mis verdaderos padres. Mi madre debió de morir como resultado de parto y entonces, mi padre “propio”, que en paz esté, me fue a reconocer al juzgado.

– Bueno, pero eso fue después de recogerte en La Inclusa... –terció la cuidadora.

– No, no fue así. “Mamá” me llevaba por las aldeas a ganar por mí, como si fuera un cerdo. Ella quería una niña porque sólo tenía tres y murieron. Sólo tenía chicos. Entonces fue a la Inclusa y pidió una niña que no fuese de nadie. Por eso rompieron con todo papel, para que nadie me reclamase.

– Vaya.

– Escucha, y cuando ya tuvieron bastante, me devolvieron como si fuera un cerdo.

– ¿Y cuánto tiempo estuviste con esa mamá, la que te crió?

– Ay, hasta que murió ella.

– Hasta la guerra, sería...

– No sé...

Estábamos sentadas junto a una mesa sobre la que había pan. De vez en cuando María se metía un mendrugo en las mangas. Lo metía y lo sacaba para ver si seguía allí. Luego se sometía cuatro pelos de alambre blanco entre la pañoleta y seguía hablando. “Yo pasé muchas, nena, muchas”.

Como la entrevista con María de las Iglesias quedó divertida, a partir de ahí, en el periódico me asignaron todas las de las mujeres centenarias. Fueron muchos los encuentros, los famosos que conocimos, pero recuerdo con cariño dos entrevistas muy literarias: la de Cela y la de Torrente Ballester. A Cela lo fuimos a ver a su casa en Fisterra. Recuerdo el madrugón, la carretera llena de curvas desde Santiago y que, por algún motivo (probablemente porque no le dio la gana de recibirnos la primera vez), tuvimos que ir dos veces. Recuerdo a Mourelo echo un guiñapo, durmiendo en la parte trasera del coche, preguntando cuánto faltaba para llegar. Recuerdo que Cela fue bastante borde con nosotros, por no decir mucho, y que, a pesar de que la conversación pretendía ser desenfadada, fue una tortura sacarle dos palabras seguidas. La entrevista se tituló Camilo José Cela: choferesas, tacos, papadas y barrigas y como, por algún motivo, me había hablado de Quevedo, la empecé así:

Érase un hombre a una papada pegado

Érase una papada superlativa

Érase una barbilla medio viva

Un dulce mentón mal barbado

Érase una risa tranquila, bien descansada

Érase de ocho meses la barriga

Érase un Cela sayón y escriba

Un don Camilo mejor bien apreciado

Érase el cinturón negro de Fisterra

Una negra choferesa de Egipto

Los 1.000 tacos de no decir era

Érase un simpático infinito

Frisón archisemblanza caralongera

Entretenedor genial, el escritor mismito

En el diálogo final de la entrevista, se ve la disposición que mostró:

– ¿Por qué cree que es usted tan conocido?

– No lo sé. Eso habría que preguntárselo a ellos. Yo no hago nada.

– ¿Cuándo se baña usted?

– Yo no me baño; me resulta una ordinariez.

– En verano, ¿no hace usted nada especial?

– No, nada.

– ¿Hay alguien que se aburra con usted?

– No sé, eso habría que preguntárselo a la gente.

– ¿No le da pena terminar de escribir una novela?

– No, me da igual.

– Es usted un pasota.

– Sí, llámelo como quiera. No soy muy apasionado.

Torrente Ballester, con sus gafas de pasta culo botella, fue todo lo contrario: divertido, conversador. Lo entrevistamos en Baiona, en donde veraneaba desde hacía tiempo; hablamos de los esperpentos del callejón del gato y de otras muchas cosas, como sus costumbres durante el verano. “Pues no voy a la playa”, nos contó. “Me quema. No tengo ninguna obligación moral de ir a la playa, ni de hacer gimnasia, ni de ninguna de esas tonterías”. O, al vernos tan pipiolos, tan jovencitos: “Hay muchas cosas que ignoráis y que con el tiempo iréis descubriendo, si tenéis tiempo”... Y qué razón tenía.

Veranos inolvidables aquellos de EL CORREO GALLEGOque me forjaron como escritora y que me marcaron para siempre. Ahora me doy cuenta de que no me daba cuenta de la suerte que tenía en ese momento, de lo que me estaban nutriendo como periodista y como escritora aquellas vivencias. También de lo que me enseñaron mis compañeros, un par de años mayores que yo y mucho más curtidos en el oficio (Mourelo era apasionado y creativo, con una veta literaria y viajera que después ha volcado en muchas publicaciones; Demetrio hacía las preguntas más ácidas y llevaba el periodismo en vena, ya por entonces tenía voz y mirada propias y escribía —escribe— muy, muy bien). Tampoco me daba cuenta de la oportunidad que me brindaba EL CORREO y su director, José Manuel Rey. Escribiendo estas líneas para conmemorar el ejemplar número 50.000 del periódico, frente un aburrido ordenador de pantalla que apenas suena, ahora pienso que ahí planté la semilla de mi futuro profesional.

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