Galicia

Nepotismo y Regresión

  • 28 feb 2021 / 01:01
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El coronavirus es una realidad que está ahí, matando gente, asustando a todos y alimentando el apetito oligárquico de unos pocos. La siembra del terror ha logrado que la mentira suplante a la verdad y que el binomio prensa-gobierno sacuda la voluntad de las personas según el viento de la conveniencia. Llegará un día, cuando las aguas de este río infestado de intereses logren calmarse, en que empecemos a reconstruir la historia de la calamidad pandémica COVID-19.

El SARS-CoV-2 ha venido a demostrar cosas interesantes que pocos quieren ver o prefieren ignorar. Este virus ha dejado en entredicho la solvencia de los sistemas de salud del mundo opulento; ha generado la duda de cómo una guerra microbiológica puede transformar la faz de la tierra en meses; y ha puesto de manifiesto que cuando la política se pone a gestionar una crisis de salud global, ignorando a la ciencia y al conocimiento, la catástrofe está garantizada.

Todo virus nuevo es una amenaza biológica a la que hay que hacer frente; pero el coronavirus no es el responsable de la crisis mundial, personal, familiar, profesional, económica y empresarial que la incompetencia política quiere hacer creer. El sistema sanitario ha sido incapaz de dar respuesta eficaz a la pandemia y para salvar a un sistema sanitario en quiebra, el poder político ha penalizado, reprimido y arruinado a todo un país, siguiendo una conducta mimética teledirigida por la OMS, con el contubernio de los países ricos. En realidad, la sanidad fue víctima y verdugo. En la primera ola, aplausos, mientras los profesionales de la salud caían como moscas; en la segunda ola, insultos; en la tercera ola, silencio. Y las entidades corporativas, calladas, inoperantes y cómplices. La incapacidad asistencial para frenar la pandemia, dirigida desde las cloacas de Moncloa, provocó decisiones erráticas, antidemocráticas y despóticas, sin parangón en democracia. Aislamiento, encierro, inmovilización, coartación de libertad y freno a toda expresión contraria a las homilías televisivas de los fines de semana. A la ruina personal, siguió la económica y todo lo que todavía está por venir.

Cuando se dieron cuenta de que desde la política no se puede gestionar una crisis de salud (igual que en una guerra el político no va a dirigir la batalla, donde se supone deben estar los militares), para elevar el ánimo de la población, se echaron en brazos de la industria farmacéutica; se compraron vacunas antes de estar desarrolladas; y se forzó un plan de aprobación de las nuevas vacunas sin pasar por los filtros habituales de seguridad y eficacia que la FDA o la EMA requieren para aprobar un anti-diarreico. La vacuna era la redención, promovida por la política a golpe de talonario; era la salvación de la gente y el triunfo político de la pandemia. La ciencia corrió de prisa; se cancelaron miles de proyectos científicos para concentrar los recursos en la lucha contra la COVID-19; se cerraron laboratorios, y muchas cabezas privilegiadas se fueron al paro en todo el mundo; se olvidaron las patologías crónicas; la medicina se escondió en la teleasistencia; y solo existía el SARS-CoV-2, sin gripe, sin infartos, sin cáncer, sin demencia, sin depresión, sin borracheras, sin accidentes de tráfico; el mundo cambió y la salud y la enfermedad se pusieron el disfraz del carnaval de la pandemia. Todos miraron en una sola dirección, por donde pasaba el bichito, dejando en la cuneta a otros miles de muertos que irán aflorando cuando los epidemiólogos y los expertos anónimos del Ministerio de Sanidad dejen de contar COVID-19 y cuenten las otras muertes que ahora nadie cuenta.

Con la llegada de las vacunas, surge el nepotismo y una nueva vuelta de tuerca al abuso de la libertad: obligar a la gente a vacunarse. El nepotismo lo lucieron todas las instituciones del Estado, desde los poderes públicos, al ejército y al clero, que se buscaron la vida para encontrar vacunas que no les correspondían. Nadie sabe las razones que dieron lugar a los criterios para establecer la jerarquía de prioridades, el orden en el que se debe vacunar a la gente. Los mismos expertos sin rostro que han gestionado la debacle sanitaria han decidido quién debe entrar en el arca de Noé y quienes se deben quedar fuera para que el diluvio vírico los inmunice sin vacuna. No se ha vacunado ni a un 2% de los que inicialmente deberían ser vacunados, para ir acercándonos a la inmunidad de rebaño. Hay centros médicos y personal sanitario a los que ni siquiera se les ha cursado invitación; y se desconoce por qué unos sanitarios sí deben vacunarse y otros no, cuando todos están expuestos. Se supone que el nepotismo de los privilegiados para vacunarse ellos y sus afines, sin corresponderles por edad ni riesgo, es el mismo nepotismo que regula el desmadre que se evidencia en la política de vacunación general, donde cada cual saca provecho de la cultura del desorden, el descontrol y la aleatoriedad caprichosa.

Con los deberes por hacer (vacunación planificada, ordenada, continuada, eficiente), y dando nuevas muestras de conducta errática, una vez más, algunos gobernantes caen en la tentación del abuso de poder, atentando contra la libertad de las personas, metiéndose en un territorio pantanoso, e inmiscuyéndose en asuntos que no son de su competencia. ¿Cómo es posible que para hacer una resonancia, una prueba genética, una inyección de contraste radiológico, haga falta, por ley, un consentimiento informado, y ahora a algunos iluminados se les ocurra obligar a la gente a vacunarse contra su voluntad, sin su consentimiento? Y, otra vez, la medicina, callada; la justicia, sorda, muda y ciega; y la población, sometida a un nuevo experimento de incoherencia política. ¿Cómo se puede ser tan cretino que, sin tener vacuna para todos, la preocupación legislativa sea obligar a todo el mundo a vacunarse? Antes consigue la vacuna y después cerciórate de que el mayor número posible de gente tiene acceso a ella; pero no crees un problema donde no lo hay, hinchándote de apetito punitivo contra quien tiene derecho a hacer uso de su libertad, mientras tú eres incapaz de garantizar su seguridad sanitaria ¿Cómo se puede tolerar que a un vecino no se le dé la vacuna y a otro se le penalice por no querer vacunarse? ¿Quién decide? ¿Qué comité deontológico analizará cada caso para definir la obligatoriedad por razones de salud? Si quienes postulan estas políticas tan sodomitas persisten en su deriva despótica, no debieran extrañarse de que cuando la justicia se quite la venda de vergüenza con la que se tapa los ojos surjan tempestades.

Este es el escenario donde la comedia política se transforma en tragedia poblacional. Nadie puede obligar a nadie a someterse a un acto médico contra su voluntad. El derecho fundamental, por encima de cualquier otro derecho, es la gestión de la propia vida. Ningún poder del Estado tiene potestad para influir sobre la salud individual, salvo en caso de conducta delictiva con riesgo para la comunidad. Lo peor de todo es que, con la información científica disponible, hoy nadie puede afirmar (si no está vendido a un interés determinado) que la eficacia y la seguridad de la vacuna sea superior a la inmunidad natural o a la no inmunización, sabiendo -como sabemos- de la abundancia de casos asintomáticos (>20%), comprobando que la inmunidad adquirida dura de 3 a 6 meses en los pacientes infectados, y constatando casos de infección en personas vacunadas, así como un incremento de muertes en residentes de centros geriátricos de todo el mundo durante el mes que sigue a la vacunación. La interpretación de estos datos requiere tiempo, el análisis de millones de casos (con y sin vacuna), y el empezar a sustituir la estadística epidemiológica desinformativa por procedimientos médicos eficientes en lo preventivo, para evitar casos, y lo terapéutico, para evitar muertes. Mientras la ciencia no hable, con un lenguaje más solvente que el de la demagogia política, los poderes ejecutivo y legislativo deberían centrarse en mejorar el modelo sanitario, adaptándolo a las necesidades y contingencias del siglo XXI, y no sodomizar a los usuarios que lo mantienen con sus impuestos.

Hemos disfrutado tanto de nuestra libertad en los últimos 50 años que parece mentira que, en un año, por culpa de un virus, hayamos vendido la libertad y caigamos en la trampa de comprar la esclavitud a cambio de una falsa seguridad. Dice Esopo en sus Fábulas que es “mejor morir de hambre libre que ser un esclavo obeso”. James Baldwin escribe en Nobody Knows my Name: “La libertad no es algo que se pueda dar a nadie; la libertad es algo que la gente toma, y la gente es libre a su manera”. Bajo la escusa de la pandemia, los poderes públicos se han tomado libertinajes tiránicos que caen fuera de su competencia; y les hemos dejado hacerlo, con total negligencia. No hay razón para el negacionismo porque los muertos silencian cualquier argumento transgresor; pero tampoco hay justificación para el intervencionismo despótico, cuando entre ambas posiciones hay un punto, que debe marcar el sentido común, el conocimiento y las perspectivas de futuro, que quita la razón a ambos extremos radicales. Albert Camus, en El Rebelde, lo pinta claro: “La libertad absoluta se burla de la justicia. La justicia absoluta niega la libertad”. En este atentado a la dignidad, la justicia se esconde en las alcantarillas a la espera de que el agua corra y la basura se esparza; y los políticos bisoños ignoran lo que anunció Cicerón en De Officiis: “la libertad suprimida y de nuevo recuperada causará mordeduras con colmillos más agudos que la libertad que nunca estuvo en peligro”.

También debieran prestar atención a Epicteto, que en sus discursos del siglo II ya reseñaba: “lo que el hombre quiere es seguridad, es felicidad, es hacer lo que le apetece sin limitaciones y sin compulsiones”. Todo lo que el coronavirus, y sus aliados políticos, han robado a las personas. Pensando en la recuperación futura, tampoco se debe olvidar la importancia de sentirse libre. Ya Epicuro, en sus cartas del siglo III a.C., decía que “la libertad es el principal fruto de la autosuficiencia”. Sin libertad no hay progreso; con limosnas estatales, ERTES, paro y quiebras empresariales lo que se cultiva es la esclavitud y la dependencia; es la gran falacia de la misericordia estatal y la gran hipoteca de las próximas generaciones. El Presidente Franklin D. Roosevelt, en un mensaje al Congreso de los Estados Unidos, el 11 de enero de 1944, decía: “La verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad económica e independencia. Las personas que tienen hambre y están sin trabajo son el personal del que se hacen las dictaduras”. Quizá sea esto lo que buscan los nuevos redentores de la patria: miseria y obediencia para perpetuar el abuso.

Pero la libertad llegará, el virus se irá cuando desaparezca de las portadas de los periódicos y de los telediarios, y entonces será el momento de compartir ideas con André Gide en El Moralista: “Saber liberarse no es nada; lo arduo es saber qué hacer con la libertad”.

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