Galicia

Pedro Grullo

    • 16 may 2021 / 01:00
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    “Sueño de la muerte” es el título del quinto y último de los “Sueños” escritos por Francisco de Quevedo, donde un deprimido narrador comienza un viaje por el inframundo, con la muerte como guía. En esta obra, aparece un personaje (presentado como “Pedro y no Pero Grullo, que quitándome una d en el nombre me hacéis el santo fruta”) que ofrece diez obvias profecías, bautizadas por el genial literato como “perogrulladas”. Aunque se cuestiona su origen real, sin descartarlo, ciertamente, este tipo de figura existe en otras latitudes; como en Francia, Jacques de la Palice, mariscal francés que sirvió a Francisco I, cuya muerte pretendieron honrar sus soldados con un verso que, por una errata en la última palabra, condujo a una frase popularizada allí desde entonces como “lapalissade” (“hélas, s’il n’estoit pas mort / il ſerait encore en vie”, en lugar de “envie”).

    En esta época de posverdad que vivimos, pocas son las verdades luminosas que subsisten inalteradas, hasta el extremo de que recordarlas suena a sonrojante perogrullada. Una de ellas -con cuya filosofía se podrá comulgar o no- es que todo proyecto empresarial busca la rentabilidad. No caben muchos matices al respecto: nadie monta una empresa para que no sea rentable; otra cosa es que llegue a serlo, o cómo se alcance el éxito. Y una segunda verdad incuestionable, relacionada con la anterior, es que el ordenamiento jurídico debe proporcionar un marco seguro para el desarrollo de las relaciones en sociedad, entre ellas, los negocios. De hecho, tan cierta es esta última que aparece alojada en nuestra Constitución, garante de la seguridad jurídica, según el tercer párrafo de su artículo noveno. Conjugando ambos principios, resulta que todas las empresas (familiares, PYMES, multinacionales, españolas, extranjeras...) buscan la rentabilidad y confían en un marco jurídico que, como mínimo, les proporcione la seguridad necesaria para llevar a cabo su actividad. Aunque este abecé parece de Perogrullo, conviene recordarlo, porque si estamos de acuerdo en esto, ya estamos de acuerdo en mucho.

    Otra sentencia que deja nulo margen a la polémica es el hecho de que toda actividad de colaboración o de cooperación requiere de dos partes que actúan juntas en función de un objetivo común. Decirlo así también recuerda a Perogrullo, en España, y a La Palice, en Francia. No sucede necesariamente lo mismo -aunque resulta una evidencia que cada vez se abre paso con mayor fuerza- con las bondades del modelo de colaboración o cooperación público-privada, como mecanismo preferente para una gestión eficiente de los retos presentes en la economía actual. Resisten todavía simplistas prejuicios mutuos según los cuales, por un lado, el sector privado solo pretendería maximizar sus beneficios y, por otro lado, los indicadores de eficiencia en la asignación y gestión de recursos públicos, así como la eficacia en el cumplimiento de objetivos y racionalización de sus actividades, serían ajenos a las Administraciones públicas.

    Con independencia de la falsedad de tales afirmaciones y/o del cuestionamiento sobre un modelo de gobernanza basado en la colaboración público-privada, brilla una realidad indudable: la apuesta por dicho modelo requiere un respeto por el interés en la rentabilidad, ínsito a una de las partes, así como un sistema que proporcione la seguridad jurídica necesaria para crear el imprescindible clima de confianza en que deberá desarrollarse la cooperación. No verlo así es ver muy poco, o nada. Sobre la conveniencia de impulsar la colaboración público-privada, la U.E. nos acaba de dar 140 mil millones de razones, ya glosadas aquí. Y, en cuanto al respeto por el interés en la rentabilidad –inserto en el ADN de toda empresa orgullosa de serlo– así como la creación del marco legal más conveniente, en realidad, ambos aspectos van de la mano y sobre ellos nos hemos extendido también en la mayoría de nuestras entregas anteriores. De esta forma, cuestiones como la necesidad de regular la promoción de la filantropía y el mecenazgo, el cambio de paradigma que suponen las inversiones de impacto, instrumentos como el “tax lease” en materia de investigación, la gestión de los fondos “Next Generation” y así un largo etcétera, han sido elemplos que nos han ocupado -con mayor o menor fortuna expositiva- en los últimos meses, desde esta modesta atalaya.

    Al final de la película “La Trama” (“Family Plot, 1976), de Alfred Hitchcock, maestro del suspense, como es bien sabido, un brillante de gran valor pegado en una araña de cristal que está a la vista de todo el mundo pasa completamente desapercibido. Una de las más conocidas innovaciones de los Sueños quevedescos es una parodia del tribunal de Dios (como elemento moralizante, a pesar de su carácter hondamente profano) que aparece en el Sueño del Juicio, donde la Muerte, rodeada de los elementos más negativos del carácter humano, como la Envidia y la Avaricia, se contrapone a los jueces de dicho tribunal. Desde este espacio tan amablemente cedido por el Club de Consejeras de la Asociación Gallega de la Empresa Familiar, no pretendemos sermonear ni resultar, siquiera, moralizantes. Pero sí confiamos, cuando llegue el juicio final de nuestra economía –que, en democracia, acontece cada cuatro años– en haber contribuido a recordar un par de verdades que, no por más obvias, resultan menos obviadas. Perogrulladas que parecen no saltar siempre a la vista; brillantes ocultos en un chandelier, o sea.

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