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El bailarín (I)

    • 28 may 2013 / 20:04
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    AL final del siglo XIX y comienzos del XX, con la industrialización, la burguesía catalana se distanció ostensiblemente del proletariado –procedente en su mayoría de las regiones más atrasadas del país– por medio del idioma. Ellos, los ricos, hablaban en catalán; los obreros lo hacían en castellano. Así fue como el catalán adquirió carta de naturaleza para la identificación personal dentro de la sociedad, estableciendo una frontera entre los unos y los otros, con el consiguiente deseo de los de abajo de emular a los de arriba, para lo cual, como señal de la nueva filiación que se pretendía, había que hablar en catalán. Y como suele suceder en estos casos, por un escondido complejo de inferioridad, los nietos de los que llegaron a Cataluña como emigrantes se muestran ahora más ardientes catalanes que los descendientes de "Mariona Rebull" y "El viudo Rius". Los advenedizos quieren demostrar un amor exacerbado por la región de adopción, en la que ellos y sus ascendientes encontraron su modus vivendi. ¿Ha sido catalanizada toda esta población emigrante? Me da la sensación de que han sido admitidos, pero no integrados en la tradicional sociedad catalana; todavía se aprecia cierto mal disimulado desdén hacia ellos.

    Este es el caldo de cultivo en el que se ha movido el nacionalismo catalán con ribetes de romanticismo. Y lo ha hecho muy bien, hay que reconocerlo. Lo demás, esa historia amañada a su antojo, no ha sido más que una manera de vestir el victimismo y, de paso, cobrarse los réditos correspondientes. Dentro de unos años, cuando los choznos de la actual generación estén ya en activo, la igualdad se habrá generalizado y la endogamia de la burguesía habrá perdido toda su virulencia. Claro que para entonces, todos calvos.

    Al pairo de esta situación social, un grupo minoritario de burgueses nacionalistas se ha aupado al carro del poder autonómico para su propio goce y beneficio, enriqueciéndose a galope tendido y sin pararse a considerar los límites que marca la ética, no obstante haberse formado muchos de ellos al calor de las sacristías, que convirtieron el catalanismo en un artículo más del catecismo, con la carga mística que ello acarrea. Una gran parte de la clase dirigente catalana se vio arrollada por el espejismo del poder y el beneficio fácil; la burguesía cayó en la tentación de conseguir más riqueza en tiempo récord. La corrupción se expandió, como fenómeno natural, por toda la región. La comisión del 3 % se instituyó como peaje de curso normal y la picaresca de nuestra literatura clásica, adornada con ribetes esnobs y de alto standing, se nacionalizó en Cataluña.

    Por el otro lado, los "pobres del mundo" catalanes, con ímpetu republicano y el capitalismo como pedestal, aprovecharon la oportunidad de subirse al carro del poder aliándose con la derecha burguesa, imponiendo sus extremismos separatistas "identitarios", al tiempo que ascendían un escalón –o dos o tres– en la esfera social y, algunos, aprovechando la ocasión, hacían engordar también sus faltriqueras.

    Al socaire de todo este complejo conjunto de lamentables acontecimientos políticos, sociales y económicos, aparece la figura de Arturo Mas, el presidente más audaz que ha tenido la Generalitat catalana y mascarón de proa del clan Pujol-Ferrusola. Mas, ante la debilidad manifiesta del Gobierno de la Nación, se crece y tiene la desfachatez y la insolencia de iniciar el camino –sin retorno– hacia la independencia de Cataluña. Ha entrado el bailarín en acción.

    Abogado

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