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LOS REYES DEL MANDO

Monologuistas

    • 10 feb 2019 / 23:13
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    LA CONVERSACIÓN está complicada, porque ahora se estila más la frase propia, que, por supuesto, creemos que es la mejor. Ya dijimos el otro día: de pronto nos hemos descubierto como un país de monologuistas (aunque el monólogo pueda ser a gritos). Ya saben lo del dicho: las opiniones son como los culos. Todo el mundo tiene una. Y claro, así se provoca el gran ruido, el caudal de palabras que navegan por ahí a su aire, y que siempre acaban en los rompeolas de todas las Españas: últimamente, los platós de televisión. Nuestro individualismo secular se ha multiplicado con las nuevas tecnologías, de tal forma que no se reconoce ya el conocimiento a la hora de expresar opiniones, sino el mero derecho a hacerlo porque así es la libertad. Nada que objetar a la libertad, desde luego. Pero parece obvio que se opina mejor desde el análisis profundo que desde la aceptación de todas las superficialidades que a menudo se desparraman por los universos virtuales. Las cosas no son maniqueas ni simples, tienen sus matices, y los matices importan mucho, y es mejor no aplicar brocha gorda a los conflictos, porque no es lo mismo pintar un gotelé que las Meninas.

    Dicho esto, parece obvio que el pensamiento crítico no vive el mejor de los momentos. Los grandes pragmáticos quieren obviar la intelectualización de los asuntos, porque, si empezamos con los detalles, todo se complica. Mejor dejarlo en esa granizada verbal, que lo dice todo y no explica nada, pero que provoca inundaciones en las avenidas de la política, de tal forma que el terreno queda seriamente tocado. No hay conversación, sino verborrea. Desde todos los lados de las ideologías se nos invita a hablar según moldes preconcebidos, ideas precocinadas y debates de diseño. Hoy se valora mucho la tendencia, la estadística, el dato, y por eso la conversación se reduce a menudo a esas preguntas que dan el pulso de las elecciones, que dejan entrever por dónde irán los tiros, sin dispersarse.
    La conversación tiene que descender a la realidad y sacudirse las modas y las ingenierías mediáticas de uno y de otro signo. No se habla con eslóganes ni con tendencias, porque eso nos obliga a elegir las frases y las ideas de una especie de banco semántico preconcebido. Ha de haber algo más que las disyuntivas, las dicotomías, los dilemas. Ha de haber algo más que lo blanco y lo negro. Las adhesiones inquebrantables pueden funcionar en política, pero no sirven de casi nada ante los problemas reales: por más que se pretenda torcer la mano de la realidad, ésta suele ser muy tozuda.

    La sensación de que vivimos tiempos de mucha palabrería y poca conversación no deja de aumentar. Como en las redes sociales, por donde se abren las vías de la frustración y el individualismo, que desembocan en caudalosas avenidas de palabras que a menudo arrasan con cualquier idea sutil. Miras ahí fuera y tienes la sensación de que se habla mucho para no decir nada: sólo un ruido ensordecedor nos acompaña, mostrando el caos y la confusión que tanto favorecen a algunas tendencias globales. No se habla ya con alguien, sino contra alguien. Y eso se extiende a casi todas las esferas, lo que implica que la conversación es una falacia, quizás estética, como otras muchas falacias de este tiempo.

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