Firmas

Camino al cementerio

  • 20 mar 2022 / 01:00
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“Los enterrados no mueven ni un dedo y van a su destino sin protestas”, anunciaba la revista Caras y Caretas haciendo referencia al servicio fúnebre ofrecido por el gallego Marcial Mirás, mientras lo describía como un hombre de espalda cuadrada, similar a un ataúd de primera categoría. Hasta la llegada del caldense a Buenos Aires la industria funeraria no había sido totalmente explotada, pero su ingreso al rubro cambió para siempre la cultura del luto argentino: traslados y sepelios para todas las clases sociales, ofertas agresivas y publicidades polémicas lo ubicaron como el máximo referente de negocio, al que llegaron a apodar “El dueño de la muerte”.

Hacia fines del siglo XIX, en una ciudad con un incipiente transporte público, las familias más acaudaladas utilizaban sus propios carruajes de lujo para el traslado de los fallecidos de manera habitual hacia el cementerio del barrio de la Recoleta, histórica necrópolis prácticamente exclusiva para la aristocracia porteña. Tener “coche” era un privilegio para muy pocos; aquellos que no poseían carro propio y pretendían solventar un alquiler para el traslado del cuerpo, debían recurrir a la contracción del vehículo de algún dueño particular, lo que significaba una elevado desembolso de dinero y gastos adicionales.

A su vez, el de Chacarita era “el cementerio del pueblo”. Construido en 1871 luego de que la epidemia de fiebre amarilla azotara la ciudad, es uno de los más grandes del mundo. En aquella época era el destino final de la clase trabajadora y los inmigrantes, pero la única posibilidad de traslado de los ataúdes era en tranvía a caballo: las familias esperaban el expreso de los hermanos Lacroze en las esquinas donde paraba por la avenida Corrientes rumbo a Chacarita, subían el cajón en un furgón especialmente adaptado al último vagón y luego se ubicaban junto al resto de los pasajeros.

Estas costumbres cambiaron por completo debido a la visión de Marcial Mirás, nacido en Caldas de Reis en 1854 y que llegó a Argentina en 1870. Se dedicó a la confección de tejidos y luego creó la empresa de servicios fúnebres que forjaría un nuevo estilo de vivir la muerte: su primera decisión comercial fue “sistematizar” al estilo fordista los traslados y de esa manera empezó a cobrar la mitad que sus competidores. Tuvo un éxito absoluto: las clases sociales menos pudientes pudieron tener acceso a sepelios dignos, los pedidos se multiplicaron y pronto debió ampliar su sede de la calle Balcarce. A principios de siglo ya tenía edificio propio con 180 empleados e “incontables caballos de trabajo”, abordando las necesidades de todos los niveles económicos.

Su capacidad para el comercio quedó demostrada al brindar una variada oferta de alto nivel para la burguesía, aportándole valor agregado a los entierros, que eran vistos como un símbolo de status social. Implementó los cortejos de varios vehículos, ofrecía diversos modelos de carrozas (de dos o cuatro ventanas), coronas personalizadas, tropas de hasta seis caballos de distintas razas y ataúdes de fabricación y diseño propio: según la demanda, Mirás ofrecía toda la pompa imaginable. Alquilaba vestidos de luto de última moda para las mujeres que deseaban estar a la altura en los grandes acontecimientos e incluyó uniformes a medida para cada uno de los choferes de los carruajes.

Casa Mirás estuvo a la vanguardia en todas las aristas del negocio: desde el más modesto servicio fúnebre “por 50 pesos a dos caballos”, que se consideraba accesible para todos los bolsillos hasta sepelios multitudinarios para políticos y artistas. Extendió su dominio a rubros relacionados como coches de paseo y carrozas para bodas: en su empresa incluso había un centro de belleza y peluquería para las recién casadas que también solían utilizar las recientes viudas deseando estar elegantes pero “sin ostentación”. Exponía sastrería europea para los caballeros y fue pionero en publicar sus grandes ofertas y descuentos, lo que produjo enfrentamientos con el gremio al acusarlo de competencia desleal.

Marcial, dueño de una personalidad carismática, solía frecuentar los medios de comunicación para autopromocionarse como un empresario exitoso: “¿Para dónde mirás, Mirás? Con un ojo a Recoleta y otro a Chacarita”, respondió divertido en una entrevista en octubre de 1898. Trabajaba mucho ganando poco y aportaba soluciones para la despedida del mismísimo gobernador o un humilde trabajador. Llevaba personalmente a la casa de los clientes un álbum con grandes imágenes de carrozas, florería, trajes de luto y hasta candelabros junto al catálogo de tarifas: se transformó en el pionero del marketing funerario.

Comenzado el siglo XX siguió marcando tendencias, esta vez desde la publicidad. Sus avisos en las revistas más populares desdramatizaban la muerte, con grandes avisos difundiendo sus bajos precios invitando a la competencia a igualarlo e incluyendo fotos de bebés fumando, calaveras dando la bienvenida o íconos de belleza de la época como la Bella Otero. Dichos anuncios llamaban la atención del público proponiéndolo como un servicio alejado de la solemnidad y más asociado al consumo y al ocio: pese a las críticas y polémicas, nuevamente sus ideas tuvieron gran aceptación e inauguró otro inmenso local sobre la avenida Paseo Colón.

Las crónicas necrológicas de los personajes públicos fueron ocupando un espacio relevante en los medios escritos y eran utilizadas por partida doble: el artículo para enaltecer las cualidades del fallecido y el epígrafe de la foto del cortejo para anunciar la empresa a cargo. Gracias a la promoción ejercida por el gallego, la exhibición de los servicios fúnebres fueron tomando un impulso cada vez más notorio como símbolo de nivel social y económico, poniendo a Marcial como ejemplo de distinción en la nueva industria de Argentina; “mostrarse”, sea vivo o muerto comenzaba a ser un eje fundamental en las relaciones de poder nacional.

Y en los ámbitos más humildes, el acceso a un traslado y entierro decente a precios razonables democratizaron la muerte. Los servicios funerarios, antes prácticamente inaccesibles para obreros o inmigrantes con bajos salarios, empezaron a ser de consumo masivo. La empresa del gallego ofrecía alivio económico en los momentos más difíciles, dejando en el olvido la triste costumbre de esperar el tranvía con el ataúd en la calle. Casa Mirás logró, a partir del nuevo concepto comercial, que el arribo de los difuntos al “cementerio del pueblo” sea a bordo de un prolijo carro tirado por dos caballos negros, aportandole dignidad a sus despedidas.

Marcial Mirás, casado con una hija de gallegos, tuvo 9 hijos y volvió a su Caldas natal varias veces de vacaciones. Su llegada era destacada en los diarios locales, a los que alguna vez declaró tener “necesidad moral y física de hacer visita a mi tierra querida si no quería caer enfermo seriamente”. Las paradojas de la vida hicieron que al tiempo fuera declarado insano por una parálisis cerebral, quedando la empresa a cargo de sus hijos. Finalmente falleció en 1921 dejando un legado tan grande que 50 años después, el presidente Juan Domingo Perón dejó expresamente pedido que a su muerte los servicios fúnebres fueran prestados por la empresa que el caldense había fundado.

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