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    • 24 may 2020 / 23:01
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    UNA de las cosas en las que pienso a menudo en estos días inciertos, enfermos y castigadores; es la situación en la que se encuentran esos jóvenes que llevan quince años escolarizados y que han llegado –no sin esfuerzo– a un último curso académico plagado de incógnitas y puertas cerradas.

    Los alumnos de segundo curso de Bachillerato, no solamente han tenido que rescindir su asistencia al colegio o instituto de un día para otro y sin saber hasta cuando, sino que además, en principio se han quedado sin ceremonia de graduación, despedida física, orla, viaje de fin de curso y el que se presuponía iba a ser el verano más grandioso de sus vidas.

    Por el contrario y en muchos casos, han recibido de forma telemática una formación para la que muchos profesores y otros tantos alumnos no estaban realmente preparados. Con enorme mérito y a contrarreloj, unos y otros se pusieron a trabajar para tratar de salvar las naves y procurar alcanzar una nota media que, junto con la de una EBAU descafeinada, les dará la llave para acceder a un futuro que se presenta más interrogante que nunca.

    Si el último curso escolar siempre es clave por la necesidad de encaminar los pasos hacia una u otra carrera y por la consecución de la media solicitada para su acceso; a día de hoy y más perdidos que nunca, nuestros jóvenes se afanan en estudiar mientras
    –en muchos casos y visto lo visto– rediseñan sus directrices profesionales.

    Estos niños nacidos en su mayoría en el año 2002, han demostrado una responsabilidad y una valentía dignas de estudio. Jóvenes que tras todo el proceso de madurez al que la vida acaba de someterlos, a mi juicio, deberían decantarse por disciplinas que representen sus verdaderas pasiones y que no lo hagan por los caminos sentenciados por cifras de empleabilidad o reputación.

    Ellos, que ya han dejado de ser estereotipos, deben tirar hacia delante en busca de sus pasiones y en contra del pulso de otros. Todos deben ser libres para elegir lo que realmente les mueva el ánimo, lo que les haga vibrar y lo que les produzca atractivo. Da lo mismo lo que sea, porque nada es mejor que nada y porque vivimos en un mundo cambiante.

    Así que mi recomendación a los chicos que se encuentran en la tesitura de elegir camino, con el agravante de no saber si este existe realmente ni por donde va a discurrir, es que  sean lo que ellos quieran ser, porque he ahí donde radica la verdadera felicidad. Ni sus padres, ni la herencia familiar, ni la competitividad, o el tratar de dejar deslumbrado a alguien; serán los que los arrastren al trabajo dentro de un puñado de años. Lo harán solos consigo mismos y con sus elecciones... Y en la mayoría de los casos, durante la friolera de cuarenta largos años.

    Por eso, queridos jóvenes con un pie puesto en la universidad, debo recomendaros que decidáis sin miedo y con coherencia. Queremos una generación de gente feliz en una tierra lamentablemente enfermiza. Necesitamos de pasión y de emoción. Visualizaros cómo y de qué os gustaría trabajar el resto de vuestras vidas e ir a por ello. Si queréis ser médicos, abogados e ingenieros, adelante; pero si amáis el arte, la música o la ecología, no deis un paso atrás.

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