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Compostela, la ciudad desnuda

    • 07 nov 2020 / 01:06
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    HACE tiempo que Compostela viene mostrando preocupantes síntomas de un creciente deterioro económico-social que, cual inapreciable pero macabra gota china, va sumando cierres y abandonos, traspasos y persianas bajadas, silencios y penumbras.

    Pero, por lo que hace a la zona histórica, ha sido la pandemia del covid-19 la que, cual intempestivo tsunami, ha acabado por enfrentar a los compostelanos con la más cruda realidad de los males de su ciudad-espectáculo, del inmenso error que supone construir, desde el rico patrimonio heredado, esos no lugares (Marc Augé, 1992) de consumo rápido para turistas de paso que, asegura un estudio, “tienen mejor concepción de la ciudad antes de visitarla que una vez conocida” (Torres Feijóo/Faz, 2012). Calles vacías, rejillas echadas en el desangelado espacio urbano que, por cierto, tan negativamente están publicitando las televisiones patrias al ilustrar la soledad de los confinamientos.

    La municipalidad –que lleva veintidós años dando vueltas a la noria de los buenos propósitos–, persiste en su inveterado hábito de ir tapando las emergentes fugas que van apareciendo en vez de acometer planteamientos definitivos y anuncia ahora un protector inventario –que ya veremos hasta donde llega desde el previsible recorrido judicial a que será sometido– para catalogar lo poco que queda de lo que nunca debió dejar que se alterase, la tradición de un comercio y unas formas de vida pensadas para la convivencia vecinal y que han sucumbido a los intereses del monocultivo turístico y de sus interesados clústeres.

    Ahora, también, un nuevo grupo vecinal asociativo acaba de salir a la luz, según anunciaba días atrás este periódico. Lo hacen, últimos mohicanos, con la esperanza de llegar a tiempo para salvar el entramado social de una zona histórica convertida un souvenir de patacón y que exhuma fracaso por todos sus poros tan pronto como el covid-19 hizo aflorar sus debilidades, la banalización de esa “autenticidad escenificada” o “disneylandización” (Monreal, 2002), como productivo pasto de las nuevas especulaciones turísticas.

    No lo van a tener fácil los vecinos. Habrán de luchar contra la autosuficiencia de unos poderes políticos adocenados en la complacencia de los récords, contra las fuertes presiones de específicos y coercitivos clústeres que solo conciben la ciudad como negocio, contra unas autoridades académicas que enmendando a quienes les precedieron optaron –al contrario que Salamanca– por privar al casco histórico de toda presencia académica, contra la incorregible inercia de un turismo de urgencias que ha sido ya calificado como “depredador” y que –en plena cabalgada de homogeneización hacia los no lugares– está hipotecando el favorable futuro que en lo económico y en lo social aguarda a los espacios que no han claudicado ni en su esencia ni en su espíritu.

    Pero conviene no engañarse. A la hora de hacer ciudad, sólo se saldrá de ese agujero negro desde el más firme compromiso de los movimientos ciudadanos en la toma de decisiones. Porque, como advertía la urbanista y “madrina de las ciudades” Jane Jacobs (1961), “primero viene la imagen de lo que queremos y luego se adopta la maquinaria para producir esa imagen. Si la maquinaria financiera ha producido anticiudad ha sido porque nosotros, como sociedad, creímos que era bueno”.

    Ahora que hay general coincidencia en lo nefasto de haberlo fiado todo a la maquinaria financiera, la pregunta es si estaremos aún a tiempo de corregir el inmenso error de esta no-ciudad.

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