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Conciencia pública

    • 08 abr 2021 / 01:00
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    TERRENCE Malick, regresa a lo grande con su última película, Vida oculta, que narra la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austríaco que con la llegada de Hitler decide convertirse en objetor de conciencia y no luchar en la Segunda Guerra Mundial, lo que le supondrá la muerte. Un filme hermoso, con imágenes y música que conmueven y un acercamiento a las relaciones humanas realmente bello. Más allá de la historia, Malick busca poner en valor la objeción de conciencia del protagonista y cómo la resistencia de un solo hombre influye en su entorno. Las palabras instruyen pero los ejemplos arrastran.

    Una definición genérica de la objeción de conciencia nos dice que es el rechazo al cumplimiento de determinadas normas jurídicas por ser éstas contrarias a las creencias éticas o religiosas de una persona. La proliferación de conflictos entre conciencia y ley es cada vez más común, y aunque intrínsecamente la objeción podría parecer un problema ético, en la práctica es jurídico.

    Ante esto, caben dos posturas extremas que oscilan entre: un iusnaturalismo que
    presenta la objeción como un derecho bási-co y universal, y un iuspositivismo que niega su existencia como derecho salvo en los ca-
    sos en que la ley lo establece. Asimismo, tan-to en la sociedad como en la vida, nos encontramos con quienes como Hamlet, no son
    capaces de soportar el peso de sus convicciones y por el contrario quienes ante situaciones que golpean su conciencia, prefieren no actuar contra ellas.

    Al decir que la objeción es “de conciencia” se alude a su carácter individual y concreto, lo que implica que en esta materia, corresponde sólo al implicado la última palabra sobre su actuar.

    El presidente Obama afirmaba que “los radicales se equivocan cuando piden a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar en el foro público. De hecho, la mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense no solo estaban motivados por la fe, sino que utilizaron repetidamente el lenguaje religioso para argumentar en favor de su causa. Así que decir que los hombres y las mujeres no deberían inyectar su moralidad personal en los debates de política pública es un absurdo en la práctica. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, de base judeocristiana”.

    Sófocles describe magistralmente la objeción de conciencia en su tragedia Antígona. En esta, la protagonista, desafía a su tío el rey y da sepultura a su hermano condenado a quedar insepulto por traidor. La explicación que da es clarificadora: “Violé la ley, de ello me enorgullezco, porque en ello está mi identidad moral. No me oculto del castigo, que por ley me toca, porque en ello está mi identidad ciudadana”.

    La objeción no promueve la desobediencia ni la disidencia, sólo ejercer un derecho individual (deber de conciencia), que debe ser tutelado y protegido por las propias leyes.

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