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Cuando yo no soy tú

  • 10 abr 2022 / 01:00
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TODOS nacemos igual, desnudos, débiles, desvalidos, vulnerables. A todos nos tuvieron que ayudar a nacer... unas manos ajenas de sangre pero próximas de amor. Enfermeras, matronas, auxiliares, médicos que nos ayudaron a salir del vientre materno y que al cortar el cordón umbilical nos desconectaron de nuestras madres para conectarnos a la Humanidad. Ahí se inició un camino en el que empezó a aumentar el círculo de seres humanos con el que interactuaremos y en el que muchos de ellos nos ayudarán física, psíquica o emocionalmente a lo largo de nuestra vida: padres, hermanos, abuelos, tíos, primos... luego hijos... y con suerte nietos.

Y en medio de todos ellos, miles de personas más, conocidas unas, anónimas otras, que nos dejarán un lapicero en el cole, que nos ayudarán a subir una escalera cuando tengamos una pierna escayolada, que escucharán nuestras penas en un bar, que nos abrirán la puerta ya cerrada de un vuelo, que nos dejarán copiar en ese examen que se nos atragantó.... Ejemplos sólo de los miles y miles y de gestos de ayuda de otros hacia nosotros que nos harán la vida más fácil, que nos sacarán de pozos oscuros, e incluso que nos salvarán la vida.

Esa es la realidad que TODOS vivimos. Nuestra individualidad se nutre de todas las miles de relaciones interpersonales que con otros seres humanos vamos a experimentar en nuestra vida. Y siendo esto así de cierto para todos, me pregunto ¿cómo es posible que haya personas que no sientan ningún tipo de empatía ni de respeto hacia el resto de esos congéneres que les han ayudado a nacer, a crecer, desarrollar una vida? ¿Cual es la enfermedad del alma que provoca que les de igual el horror o el sufrimiento de millones de personas a su alrededor?

Quizá queridos lectores, todavía no tengáis muy claro cuál es el sentido de mi artículo de hoy, o a quienes me estoy dirigiendo y es hora de desvelarlo. Estoy hablando de esos cientos de personas, que no han tenido ningún pudor de enriquecerse sin mediada a costa de la necesidad de proteger a la población del peligro de muerte o de enfermedad grave que provocó la pandemia por culpa de la falta de epis, mascarillas, test, respiradores... Claramente fuimos muchos más, millones, los que tuvimos conciencia en esos momentos y ayudamos de la forma que pudimos o mejor supimos hacer, o más útil era. Así, tuvimos a todo el personal sanitario, a las policías, los bomberos, al ejército, a los transportistas, a los dependientes de supermercados, a personas haciendo mascarillas en sus casas, a vecinos jóvenes haciéndoles la compra a los mayores... los ejemplos son infinitos.

Yo estuve de voluntario los dos meses peores de la pandemia, en una residencia de mayores. ¿Y por qué lo hice? ¿Por qué lo hicisteis vosotros? ¿Por qué lo hicieron cientos de miles, millones de personas? Porque la realidad es que la mayoría de nosotros sabemos, aunque sea de un modo ancestral e inconsciente, que nuestra individualidad es una individualidad colectiva, que nos reconocemos en los otros, y que a los otros los reconocemos en nosotros, porque el YO del que hablamos en filosofía, solo pude existir en función de los demás, como ya había observado el filósofo existencialista Martin Buber. El YO es el centro espiritual de la personalidad, de la individualidad humana, pero que mantiene una actitud activa hacia el mundo.

El YO espiritualmente hablando, está en el reconocimiento de los demás, en la dignidad que veo, en el que veo frente a mi cuando le miro. Sin el otro, sin los otros, no hay Yo en un sentido profundo y trascendente. Todos los males del mundo desaparecerían si nos pudiéramos ver, permanentemente, cada día, en los ojos del otro. Al ser yo tú, y tú ser yo, al reconocer en los demás la misma dignidad, que reconocemos en nosotros, dejaríamos de verdad que el Yo se manifestara en las necesidades de cada ser humano con el que nos cruzáramos en nuestra vida, y no habría cabida para la maldad.

Pero todos sabemos que no es así. Somos seres imperfectos y la mayoría no somos capaces de vivir en ese grado de consciencia permanentemente. Pero hay límites dentro de la imperfección. Hay algunas personas cuyos Yoes han aniquilado la colectividad de la que se nutren y en la que todo cobra sentido, y creo que es el único argumento que explicaría su frialdad y su falta de conciencia, de ética, y de moral, que les ha permitido enriquecerse a costa del dolor, del miedo, del sufrimiento, sin pararse a pensar, sin que les afecte, que hayamos habido cientos de miles de personas arriesgando literalmente nuestras vidas para tratar de salvar la de sus abuelos, padres, hermanos, hijos, tíos, primos... e incluso la suya.

Yo no digo que lo que hayan hecho todos estos humanos con el alma dormida sea ilegal, eso será la justicia del mundo y de los hombres la que lo determine. Lo que sí es evidente es que enriquecerse sin pudor de esta manera está fuera de la conciencia, de todos los códigos éticos, morales, de dignidad, de honor, de respeto, de empatía, de compasión... en cualquier época, en todas las culturas, en todos los credos. Es de una gran falta de humanidad no poner los esfuerzos, los conocimientos, los contactos, al servicio de nuestros semejantes de forma altruista en un momento en que la Humanidad está en peligro de muerte.

Yo hice lo que podía y sabía, miles y miles de personas lo que sabían y pudieron. Estas personas no hicieron lo que hicieron por maldad. Estoy seguro de que no pensaban que hacían nada malo, lo que es peor porque pone de manifiesto la falta de valores humanos que rige sus vidas. Deberíamos reflexionar sobre cuáles son los modelos de éxito que estamos primando en nuestra sociedad, en los que la fama por la fama, el dinero fácil, lo material, se han convertido en el objetivo vital que perseguimos y premiamos. Unos modelos en los que el tener se han convertido en lo que le da valor al ser.

Y si yo soy lo que tengo, acabo por no tenerme a mi, que es lo único que realmente soy. Y soy ese que solo soy en función de los otros, porque sin otros ni hubiera llegado a existir. Y así es para todos... No lo olvidemos.

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